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Reinsertarse en el bloqueo

Las cárceles catalanas están bloqueadas. Se ha venido informando en los últimos días sobre la creación de 460 plazas en las prisiones, añadiendo camas en las celdas y módulos prefabricados. El consejero de Justicia habla de "imparable" crecimiento del número de reclusos. De acuerdo con las estadísticas proporcionadas por el propio departamento, el día 5 de enero pasado la población reclusa era de 8.120 internos, 1.630 de los cuales eran preventivos. La cuestión es que no nos hemos vuelto peores (de hecho, se habla en los últimos meses de un descenso de la delincuencia en Cataluña). El fenómeno tiene su explicación, entre otras, en la desordenada batería de leyes penales promulgadas por el anterior Gobierno (sin que, por cierto, haya visos de que las mismas vayan a ser modificadas). Por una parte, la ley 13/2003 permitió un relajamiento de los requisitos para ingresar en prisión provisional. La ley 15/2003 ha supuesto, en general, una sensible elevación de las penas en algunos delitos. Con anterioridad, la ley 7/2003 consagró un endurecimiento para acceder a los beneficios penitenciarios, incluso no ya un endurecimiento, sino en algunos casos la total negación de los beneficios durante un tiempo (clasificación en tercer grado o libertad condicional) a determinados penados en función de la cuantía de sus penas. No se le podía escapar al Gobierno anterior el efecto de estas leyes: es más fácil entrar en prisión y es más difícil salir. ¿Se ha compatibilizado ese, entonces previsible y ahora efectivo, aumento del encierro con medidas favorecedoras de la reinserción social? Por supuesto que no, dejando aparte algún detalle como la posibilidad de sustituir las penas de hasta cinco años a delincuentes que hubiesen cometido los hechos a causa de su adicción a sustancias estupefacientes por tratamiento en un centro de rehabilitación. La opción política ha sido, pues, el puro defensismo penal. No importa que las cárceles estén abarrotadas (sigue siendo un chiste el mandato del artículo 19 de la Ley Penitenciaria: "Todos los internos se alojarán en celdas individuales"), no importa que ello suponga un escollo para ejecutar cualquier programa de reinserción. ¿No importa? Pues resulta que sí importa, y mucho. En primer lugar por un argumento puramente positivista: lo manda la Constitución. Las penas están orientadas hacia la reinserción y la reeducación de los penados. Cualquier reforma penal debería tener este precepto como guía. En segundo lugar, porque a efectos prácticos se mitiga la delincuencia ejecutando planes serios de reinserción y no tanto a base de endurecer los castigos. En puridad, el endurecimiento de las penas no busca, pese a que el discurso oficial vaya en esa línea, reducir la delincuencia como fenómeno. Tiene un objetivo más modesto y muy eficaz desde el punto de vista de la imaginería colectiva sobre la idea de justicia; no es otro que crear la convicción de que "aquí se hace justicia", el desorden social que causa el delito se ve superado por la victoria del castigo, se legitima la actuación de los poderes públicos y la sociedad queda momentáneamente tranquila. Ejemplo de la dudosa eficacia de este modelo, pero también de sus indudables beneficios políticos, es Estados Unidos. Difícilmente dentro de los Estados democráticos se puede encontrar una sociedad más violenta y a su vez con un índice de prisión tan alto por habitante. Eso sí, pese al criminógeno efecto del castigo generalizado, da la impresión de que existe la convicción de que la única manera de acabar con esa violencia es ser cada vez más duros castigando.

Sobre la reinserción social circulan muchos tópicos, normalmente falsos. Así, por ejemplo, y al hilo de algunos dramáticos acontecimientos ocurridos en los últimos meses, hemos tenido que soportar las consabidas críticas a la reinserción, a la jurisdicción de vigilancia, al personal de los equipos de las prisiones, etcétera, bajo tópicos lemas como "las leyes están hechas para favorecer a los delincuentes". En algunos medios se ha repetido una crítica al sistema de la Constitución y de la Ley Penitenciaria, plasmada, a título de ejemplo, en la aversión que causa a estos medios la famosa frase de Concepción Arenal "odia el delito y compadece al delincuente". A través de abominar este aserto se quiere dar la imagen de que la resocialización es una especie de cursilada nefasta para la sociedad y favorecedora de los delincuentes, que al fin y al cabo se las saben todas y se ríen de los jueces y de los psicólogos.

Resocializar no es compadecer y ser candoroso con el penado. El artículo 59 de la LOGP establece que el objeto del tratamiento penitenciario es "hacer del interno una persona con la intención y la capacidad de vivir respetando la ley penal". Conseguir ese objetivo es socialmente más útil que el del mero castigo. El precepto no puede ser interpretado como una suerte de ortopedia sobre la forma de ser del penado ni como un modo de castigar la heterodoxia o de moldear y disciplinar a los internos, porque la actividad penitenciaria se ejercerá "respetando en todo caso la personalidad humana de los recluidos". Es decir, en un ejemplo muy gráfico que me expone la catedrática García Arán, no se trata de que el que defrauda a Hacienda salga de prisión deseando pagar impuestos y convencido de las bondades del sistema fiscal; se trata (desde el punto de vista penitenciario y no desde un punto de vista moral) de que no defraude nunca más, independientemente de que aborrezca pagar impuestos. La prisión no tiene por objeto crear individuos que se conduzcan en la vida conforme al imperativo categórico kantiano ("obra en cada momento de tal modo que merezcas ser feliz"), sino corregir aquellos aspectos que han tenido que ver con la comisión de un delito. En general, tales aspectos son, con un buen número de reclusos, asequibles de trabajar si hay voluntad de hacerlo. Tengamos en cuenta que prácticamente la mitad de los internos cumplen pena por delitos contra el patrimonio relacionados con la necesidad de sufragarse el consumo de sustancias tóxicas. Es necesaria una voluntad política de trabajar preventivamente contra la delincuencia, voluntad de poner en marcha programas de reinserción, voluntad de acompasar las reformas penales con medios penitenciarios suficientes y efectivos. Y siempre bajo el convencimiento de que los objetivos necesariamente son modestos (la delincuencia la segrega la sociedad correspondiente a cada momento histórico y tiene que ver con factores muy complejos).

Podemos tomar en serio de una vez esta cuestión o deslizarnos a base de arreglarlo todo a golpe de Código Penal hacía un sistema fundamentalmente defensista, en el que sólo se reforma el Código Penal, sin cohonestar dicha reforma con medidas policiales, judiciales y menos aún penitenciarias. Las consecuencias de mantener esta línea puedo asegurar que serán funestas.

Gregorio María Callejo Hernanz es magistrado de la Audiencia de Barcelona y portavoz de Jueces para la Democracia en Cataluña.

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