Los colores de Zanzíbar
Antaño fue mercado de esclavos y especias, base de grandes exploradores, colonia británica Hoy, esta isla oriental africana sigue siendo una mezcla de belleza y decadencia, como corresponde a esos lugares de leyenda a los que ha tocado ejercer de paraíso. Y todo adornado con tonos turquesa.
A Zanzíbar, como a todas las islas, es recomendable llegar por mar. Sólo así puede saborearse como se merece la emoción de aproximarse a unas costas tocadas por la magia del coral, con aguas de un increíble color azul turquesa, largas playas de arena blanca y bosques de palmeras. Y sólo así puede apreciarse en su contexto la belleza de los palacios de ecos orientales que se levantan a la orilla del mar y entrever el misterio de ese caos maravilloso y laberíntico que es Stone Town, la misteriosa Ciudad de Piedra que ejerce de capital de esa isla de África oriental marcada por los vientos alisios, por el tráfico de esclavos, por ser punto de partida de las expediciones de Livingstone y Stanley y por ser un cruce de culturas que abarca desde la suajili hasta la árabe, pasando por la india, la portuguesa y la inglesa.
Decían los viajeros del siglo XIX que, antes incluso de divisar las costas de Zanzíbar, sabían que se acercaban a la isla por el fuerte aroma que desprendían sus plantaciones de especias. No es una exageración, ya que en la segunda mitad del siglo XIX Zanzíbar llegó a producir el 90% del clavo mundial. Claro que, por otra parte, el explorador David Livingstone dejó escrito en 1866 que la isla merecía el nombre de Stinkibar por el hedor (stink en inglés) de los restos orgánicos acumulados en la playa. Hoy, Zanzíbar sigue siendo una mezcla de esas dos visiones: de perfume y de hedor, de belleza y de decadencia, como corresponde a esos lugares de leyenda a los que ha tocado ejercer de paraísos soñados.
Actualmente, poco más de dos horas de transbordador separan Zanzíbar del puerto de Dar es Salam, la capital de Tanzania, aunque hace tan sólo diez años la travesía tenía que hacerse en dhow, espectaculares barcos de vela latina que surcan las aguas del Índico con una elegancia ancestral, y duraba toda la noche, a merced del viento y de las mareas. La Cruz del Sur presidía un cielo repleto de estrellas y la aparición del perfil de la Ciudad de Piedra, salvada de la oscuridad por los primeros rayos dorados del alba, se anunciaba como algo mágico. Con los transbordadores de fabricación rusa, el viaje pierde encanto y romanticismo, pero gana en rapidez, el gran dios de los occidentales y la gran amenaza para las culturas de África. Por suerte, sigue vigente esta sensación de llegar a un lugar privilegiado en el que el aire está preñado de sensualidad.
Zanzíbar subyuga de entrada por el nombre, que suena a latigazo en la arena, a eco de Las mil y una noches o a paisaje de Simbad el Marino. Como Tombuctú, Samarkanda o Estambul, el nombre de Zanzíbar contiene en sí mismo la fuerza necesaria para evocar paraísos exóticos. La llegada a la isla no defrauda, sobre todo si uno empieza por deambular por la Ciudad de Piedra, que integra los misteriosos callejones de una medina árabe con el encanto de los palacios de origen indio, las lujosas casas de los traficantes, los comercios atiborrados, los restos de mazmorras infames en las que se hacinaban los esclavos, las ventanas con celosías y las ricas puertas de madera labrada. Las calles de la Ciudad de Piedra, en las que resuenan los gritos de los muecines y en las que la mezcla de razas estalla en un festival de colores, hablan de una historia lejana en la que los vientos alisios han desempeñado un papel determinante. Deambular por sus calles sin rumbo puede ser una experiencia embriagadora en la que uno corre el riesgo de acabar por perder toda noción de raciocinio.
La etimología indica que el nombre de Zanzíbar proviene de Zinj el bar, (zanj, negros en persa; bar, tierra en árabe), isla de negros. Los navegantes griegos y egipcios fueron quienes la pusieron por vez primera en el mapa y Marco Polo la citó de oídas. A partir del siglo IX, Zanzíbar ya comerciaba con Arabia y Persia con marfil, oro, pieles de leopardo y cuernos de rinoceronte. Más adelante lo hizo también con Asia y la India, de donde llegaban a cambio telas y porcelana. Por su situación privilegiada, a pocos kilómetros de la costa de África y en plena ruta de las especias, Zanzíbar no tardó en convertirse en destacado centro comercial. El viento del noreste, que sopla de noviembre a marzo, y el del suroeste, de junio a octubre, marcaron las rutas de una próspera navegación.
En el siglo XVI, los navegantes portugueses conquistaron Zanzíbar y establecieron en ella una base importante en la ruta del comercio con la India. Construyeron el fuerte que aún se levanta en la capital y sentaron los cimientos de la Ciudad de Piedra. Un siglo después, los omaníes se hicieron con el control de la isla y la convirtieron en centro del tráfico de esclavos y del cultivo de especias. Los sultanes ejercieron primero el poder desde Omán, hasta que en 1840 el sultán Said, enamorado de su belleza y de sus posibilidades comerciales, fijó en Zanzíbar la capital de su reino. A pesar de los múltiples acuerdos firmados con el Imperio británico para abolir la esclavitud, Zanzíbar fue en el siglo XIX un lugar básico para el tráfico de esclavos de la parte oriental de África.
Se calcula que entre 1832 y 1837 se vendieron en Zanzíbar alrededor de un millón de esclavos. De allí partían las caravanas de captura hacia el interior del continente y en la isla se hacinaban los esclavos para la venta. Aunque el antiguo mercado de esclavos fue arrasado en 1873 para levantar en su lugar una iglesia cristiana, todavía quedan en la isla restos de mazmorras, cuevas y cadenas en los que puede intuirse el horror de aquellos años.
El comandante británico Thomas Smee, que visitó Zanzíbar en 1811, describió así el ritual de la venta de esclavos: "El espectáculo empieza hacia las cuatro de la tarde. Los esclavos avanzan en fila por orden de edad Se les ha sometido a una limpieza a fondo y se ha untado su piel con aceite de coco para que luzcan lo mejor posible La procesión avanza por el mercado y por las principales calles, con el propietario repitiendo en una cantinela las cualidades de sus esclavos y los altos precios que se han ofrecido por ellos. Cuando uno de ellos llama la atención de un espectador, la procesión se detiene y da inicio un proceso de inspección que, por su minuciosidad, no tiene parangón con ningún otro celebrado en los mercados de ganado de Europa".
Una visita a la isla de la Prisión, situada frente a la Ciudad de Piedra y convertida durante años en "almacén de esclavos", o a la casa de Tippu Tib, uno de los mayores traficantes árabes, da idea del auge comercial de Zanzíbar en los tiempos de la esclavitud. La casa de Tippu Tib fue "socializada" tras la revolución de 1964 y reina en ella ahora una clara dejadez, pero su imagen produce escalofríos si pensamos que allí se planearon expediciones hacia el corazón de África para la "caza" de personas.
A mediados del siglo XIX, Zanzíbar se convirtió en punto de partida ideal para la exploración de África oriental y para el descubrimiento de las fuentes del Nilo. Las expediciones, formadas por caravanas de más de cien personas, partían por mar hasta Bagamayo, en la costa de la actual Tanzania, y se adentraban a continuación por las rutas abiertas por los traficantes de esclavos hasta la región de los Grandes Lagos. Entre tantos expedicionarios, en 1844 llegaron a Zanzíbar los misioneros alemanes Johann Krapf y Johann Rebmann, los primeros europeos en dar noticia del monte Kilimanjaro. La Royal Geographic Society adquirió en años siguientes un papel protagonista, y los míticos exploradores Richard Burton, John Speke, David Livingstone y Henry Stanley acudieron a la isla para preparar sus expediciones. El descubrimiento de las fuentes del Nilo por parte de Speke y el encuentro entre Livingstone y Stanley en 1871 se fraguaron en esta isla. La casa donde se alojó Livingstone para preparar su primera expedición, situada en las afueras de la capital, es hoy sede de la oficina de turismo de Zanzíbar y reina en ella una absoluta desidia. Un hombre dormitaba en la puerta cuando la visité hace unos años. Al preguntarle si podía entrar, se encogió de hombros:
-Si quiere , pero no hay nada.
El hombre tenía razón. La casa era tan sólo un gran monumento a la burocracia, y en sus habitaciones se amontonaban montones de legajos de documentos y una colección de máquinas de escribir desastradas. Del espíritu de Livingstone, ni rastro. Sin embargo, dicen las crónicas que en Zanzíbar reinaba un bullicio permanente a mediados del siglo XIX, cuando la visitó el explorador. Coincidían en ella los traficantes árabes, los comerciantes indios, los esclavos negros de las plantaciones, los exploradores y, según cuenta Richard Burton, un pequeño número de europeos que suspiraban por cerrar un buen negocio lo antes posible y largarse de Zanzíbar para no volver jamás.
Burton, un explorador romántico que hablaba nada menos que veintinueve idiomas, atribuía el malestar de la población blanca de Zanzíbar, las constantes peleas que protagonizaban, al clima sofocante y al aire pernicioso. Escribió con ironía: "Estoy sorprendido de la mezcla de locura y brutalidad de unos esposos civilizados que, ansiosos por convertirse en viudos, envenenan, cortan el pescuezo o aplastan el cráneo de sus medias naranjas. Se llega a esto de un modo limpio y callado, seguro y respetable, después de tan sólo unos meses de respirar el aire africano de Zanzíbar". Burton, que escandalizó a la sociedad victoriana tomando medidas de los penes de los africanos, dejó escrito también que los árabes de Zanzíbar "prefieren a las negras, igual que sus esposas prefieren a los negros, por razones demasiado fisiológicas para el lector en general".
Como alternativa al tráfico de esclavos, el sultán Said, fallecido en 1856, fomentó en Zanzíbar las plantaciones de clavo, estableciendo como obligatorio plantar tres árboles de clavo por cada cocotero. Al que no lo hacía así se le confiscaban las tierras. En el colorido mercado de Zanzíbar estalla aún hoy el color de las especias y el olor de los perfumes exóticos, pero es mejor viajar al interior de la isla para contemplar las plantaciones que crecen entre palmeras, junto a chozas cubiertas de palma.
El pasado omaní de la isla tiene su máxima expresión en los palacios que construyó el sultán Bargash a finales del siglo XIX. Asombrado por lo que había visto en un viaje a Europa y durante su exilio en la India, Bargash construyó el palacio de Beit Il Sahel, conocido como la Casa de las Maravillas por ser la primera con electricidad de África oriental.
La visita al palacio produce una extraña sensación, ya que está completamente vacío. Impresiona, sin embargo, salir a una de sus amplias terrazas para contemplar el azul del mar y la extraña y oxidada armonía de los tejados de la Ciudad de Piedra. En la planta baja, como un curioso anacronismo, se exponen los coches del presidente Karume, el hombre que trajo la revolución marxista a la isla en 1964.
Para evocar el Zanzíbar de los palacios es imprescindible acudir al testimonio de la princesa Salme, que en 1866 se fugó con un comerciante alemán y, tras vivir unos años en Europa, escribió Memorias de una princesa de Zanzíbar (Alba Editorial). En el libro cuenta que tuvo una infancia feliz en el palacio de Beit Il Mtoni, a diez kilómetros de Zanzíbar, y precisa: "No creo que exagere al decir que unas mil personas vivían en Beit Il Mtoni. La cifra no tiene nada de extraordinaria en Oriente, donde es normal tener un servicio considerable cuando se es rico y se tiene un rango elevado". Cuestión de nivel.
Aunque Zanzíbar empezó a decaer a partir de 1888, cuando se quedó sin el dinero del tráfico de esclavos y la población de Mombasa, en la costa de Kenia, le arrebató el liderazgo comercial, aún mantiene restos de esplendor y unas playas exóticas que han hecho que el turismo se convierta en su principal fuente de ingresos. El viejo hotel Spice Inn, situado en una plazoleta de la Ciudad de Piedra, conserva todavía el espíritu de los viejos tiempos, y por un precio más que razonable, uno puede permitirse el lujo de dormir en una suite con gran balcón con celosías, ventiladores, cama con mosquitera y un aire de abandono. Desde el balcón se contempla el desorden de los tejados de la Ciudad de Piedra, un patrimonio de la humanidad que se degrada día a día a pesar de los muchos millones que aboca la Fundación del Aga Jan, y se puede escuchar la cantinela monótona de los muecines.
De todos modos, uno se da cuenta de que el Spice Inn es cosa del pasado cuando contempla los muebles escampados al azar por sus dependencias o se fija en la pintura saltada de las ventanas. Perdura cierto encanto, sí, pero a la espera de una restauración urgente. Un vistazo a la pequeña biblioteca, por ejemplo, muestra que la mayoría de los libros están comidos por la polilla.
Si el Spice Inn resulta mágico, es más por lo que evoca que por lo que es. Para actualizar aquel mundo de Las mil y una noches es mejor acercarse a uno de los hoteles restaurados por un ciudadano norteamericano: el Emerson y el Emerson and Green. Ambos están situados en el corazón de la Ciudad de Piedra, en viejos palacios restaurados, y cenar en la terraza del segundo, tumbado entre cojines y con la luz dorada del atardecer cayendo sobre el mar y sobre la ciudad, es uno de los mejores espectáculos de la isla.
-Soy de Manhattan -proclama con orgullo mister Emerson-, pero llevo más de catorce años en Zanzíbar. Vine a la isla por primera vez en 1981 y me encantó. Volví un par de veces en los ochenta, hasta que decidí quedarme.
-¿Por qué?
-Supongo que la culpa es de mis lecturas de infancia -sonríe-. Siempre quise ser Tarzán, pero como no tenía ni el cuerpo ni la edad, decidí montar un hotel en Zanzíbar. Había leído mucho sobre los exploradores del siglo XIX y para mí era una isla mágica. Estoy muy contento de vivir aquí. Últimamente hay cosas que no me gustan, pero es mejor no hablar de ello.
Emerson se refiere, sin entrar en detalles, a las protestas sociales registradas en los últimos años en la isla, que se han cobrado algunas víctimas. El auge del fundamentalismo islámico y las ansias independentistas aumentaron tras las elecciones de noviembre de 2000, en las que triunfó el partido del Gobierno de Tanzania, el Partido de la Revolución, ante las protestas de la oposición.
Cuando cae la noche y el calor se atenúa, es el mejor momento para acercarse a los jardines Jamituri, situados entre el mar y la Casa de las Maravillas. A la luz de los fogones se levantan entonces los tenderetes en los que se puede comer, a precios irrisorios, pinchitos de carne o pescado, o beber un zumo de caña de azúcar en un ambiente en el que reina la sensualidad de Zanzíbar.
El pasado colonial de la isla, y en especial los tiempos del protectorado británico (entre 1890 y 1963), tiene un escenario privilegiado entre los gruesos muros del Africa House. La terraza del edificio, mutado en hotel, se ha convertido en los últimos años en lugar ideal para contemplar una puesta de sol única, con una cerveza marca Kilimanjaro sobre la mesa y una luz amarilla que naufraga sobre un mar siempre en calma mientras las velas de los dhows desfilan en silencio como un decorado soñado. Fundado en 1888, el Africa House acogió hasta la llegada de la independencia, en 1964, a los miembros del selecto English Club, y en sus salones se celebraba el baile de fin de año, al que acudían los ingleses vestidos como si estuvieran en Buckingham Palace. Los que deseaban pasar allí la noche, podían hacerlo en una de las habitaciones habilitadas. Hoy día, sin embargo, una legión de viajeros ocupa el Africa House, al que una reciente restauración ha hecho reeditar viejas glorias.
Cuando, en 1964, Zanzíbar alcanzó la independencia y decidió unirse con Tanganika para formar el Estado de Tanzania, hubo miles de muertos, y muchos europeos y asiáticos optaron por marcharse. En 1972, el presidente Karume fue asesinado mientras jugaba a cartas y durante un par de décadas Zanzíbar sobrevivió sumido en la incertidumbre y la miseria. El bajón del precio del clavo en el mercado internacional agudizó la crisis, salvada en parte gracias a la introducción del cultivo de algas para productos farmacéuticos en los ochenta y a la irrupción del turismo en los noventa.
Las carreteras de Zanzíbar son como muchas de las carreteras de África. Es decir, su firme no está en el mejor estado posible y a menudo desaparece para dejar paso a una sucesión de baches y de arena. Aun así, vale la pena alquilar una Vespa o un Jeep para acercarse hasta las playas paradisiacas del este o del norte, lejos de la gran concentración urbana. Cuando uno llega a las playas del este, a los pueblos de Bwejuu, Paje o Jambiani, se queda extasiado ante la longitud de una playa de ensueño, con una impoluta arena blanca, un agua azul turquesa y unas palmeras de tronco estilizado.
Por las calles de esos pueblos, invadidas de arena y flanqueadas de casas blancas de una sola planta, un sinfín de niños celebra con asombro la llegada del mzungu, del viajero europeo. En las sencillas pensiones encaradas a la playa reina una paz casi absoluta, rota tan sólo por el rumor de las olas que rompen contra la barrera de coral -una imprecisa línea de espuma blanca que se insinúa en el horizonte- y los gritos de los pescadores. Entre las mujeres que recogen las algas cultivadas en la playa y los beach boys que buscan obtener algún dólar de los turistas, la vida en esas playas transcurre en calma absoluta. Más al norte, en Kiwengwa, han surgido algunos hoteles concebidos como "guetos turísticos", con piscinas gigantes, altavoces que difunden una música machacona y animadores que intentan militarizar el ocio.
En las playas del norte, donde hace tan sólo unos años no querían a los viajeros blancos, reina un ambiente muy diferente: casi alternativo, "jamaicano", con música de Bob Marley, trenzas de rastafaris y olor a porro. Vale la pena llegar hasta allí para contemplar la llegada de las barcas al mercado del pescado de Mkokotoni o la construcción artesanal de dhows en Nungwi. Las playas de esta parte de la isla tienen, por otra parte, la ventaja de contar con un oleaje más vivo y una situación que permite contemplar el gran espectáculo del crepúsculo sobre el mar, sobre esta agua de un misterioso color azul turquesa que sugiere un imaginario exótico que encaja a la perfección con la leyenda de Zanzíbar.
Xavier Moret es autor de 'Islandia, la isla secreta', premio Grandes Viajeros 2002, publicado por Ediciones B.
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