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Columna
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Ladrillos ilegales

Como no hay mal que por bien no venga, las obras ilegales son un problema colectivo que evita un problema privado a sus intrépidos promotores. Según el coordinador de la red de fiscales mediaoambientales de Andalucía, el 90% de las sentencias condenatorias por delitos urbanísticos no ordenan la demolición de lo construido de forma ilegal, lo que constituye, al fin y al cabo, una manera como cualquier otra de ilegalizar lo ilegalizable, porque hay leyes que se escriben con tinta simpática sobre papel mojado. Mal está, desde luego, que una sociedad decida tomarse las leyes a chirigota, pero en este asunto, como en casi todos, se imponen los matices.

Parece claro que las empresas inmobiliarias son las grandes extorsionadoras -dicho sea con el debido respeto- del momento presente, en armonioso complot con la banca: te compras varios metros cuadrados de vivienda y tienes que pasarte la vida trabajando fuera de esa vivienda para pagarla. (Mala suerte.) Ante esa perspectiva, muchos optan por comprarse una parcela en una zona rústica, levantar un chalet durante los fines de semana con la ayuda de la parentela habilidosa, hacerle una morisqueta a las leyes propiamente dichas y a la ley del mercado en particular y a vivir, que son dos días, y a veces llueve. ¿Unos forajidos? Es posible, pero tan forajidos como esos promotores ajustados a la ley que venden covachas a precio de mansión, zaquizamíes a precio de palacio y tabucos a precio de castillo. Tan forajidos como esos promotores que consiguen ser legales gracias a la relajación de la conciencia de algunos políticos. Tan forajidos como esos políticos que liberan terreno para viviendas de precio libre y que se inhiben de promover viviendas sociales.

La incontenible proliferación de viviendas ilegales está dando lugar a situaciones pintorescas. En algunos núcleos urbanos ilegales se organizan manifestaciones para exigir las conexiones de luz y agua, el servicio de recogida de basuras y el asfaltado y alumbrado de las calles. Protestan indignados, exigiendo sus derechos, porque el mundo puede ser un lugar muy divertido: te saltas la ley vigente y exiges que se cumpla una ley inexistente.

Los constructores de viviendas ilegales no suelen andarse con remilgos, y lo mismo talan un bosque que invaden una duna costera. Pero ¿se andan con más remilgos los grandes promotores inmobiliarios? No, y ahí quedan, para la posteridad, sus aberraciones urbanísticas, porque sólo parece haber dos cosas intocables en nuestro país: su majestad el rey y el cemento cuajado.

Según el citado coordinador de la red de fiscales medioambientales andaluces, los jueces no ordenan la demolición de lo construido ilegalmente porque se considera una sentencia desproporcionada con arreglo al delito cometido. Es decir, no te obligan a demoler porque la cosa no es para tanto: si no puedes construir y construyes y no te pasa nada, significa que en realidad podías construir, y ahí queda eso. Y lo más curioso de todo es que esa violación de la ley, tal y como están las cosas, puede considerarse una forma justa de rebeldía autogestionaria. Más o menos.

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