Antes de la Revolución
La noticia de la muerte de Guillermo Cabrera Infante me impresionó, me conmovió, pero no me tomó enteramente de sorpresa. Me había encontrado con él y con Myriam Gómez en Alicante, en el sur de España, hace ya alrededor de un año, quizá más, y me pareció que estaba enfermo, decaído, desanimado. Cuando le tocó hacer uso de la palabra en una mesa redonda sobre Mario Vargas Llosa, Cabrera Infante, uno de los escritores más lúcidos y de más talento de su generación, fue breve, decepcionante, hasta cierto punto desabrido. Y en su conversación privada había desaparecido gran parte del humor, de la chispa, del sentido de la improvisación y de la sorpresa que eran tan suyos. En esos días de Alicante ya tuve la sensación de una despedida que comenzaba, de algo que se perdía.
Por lo demás, Cabrera Infante fue el escritor de las despedidas, de los mundos perdidos para siempre. Fue el primero de los grandes exiliados de la revolución cubana, ya en el año 1965, y siempre pensé que la amargura de su exilio era más profunda, más definitiva que la de muchos que salieron de la isla más tarde. Cuando él tuvo que irse a la fuerza del servicio diplomático cubano y poco después de Cuba, arrastraba las consecuencias de una censura que venía de los tiempos del suplemento Lunes de Revolución, que había caído pronto en desgracia, y de un documental de un hermano suyo, P. M. (Pasado Meridiano), que registraba imágenes de una vida nocturna habanera que todavía no se depuraba, que tardaba demasiado en adaptarse al puritanismo de la nueva época. Los boleros, las cantantes, los personajes populares, la farra interminable, que serían el núcleo, la fuente de energía de su lenguaje narrativo, ya estaban en esa película. Ahí ya se juntaba el Cabrera Infante novelista con el hombre de cine, y uno llega a la conclusión de que los que vigilaban, los nuevos inquisidores, captaron el peligro de inmediato y decidieron cortar por lo sano. Guillermo fue, entonces, la primera víctima de esas decisiones, y pagó el precio más alto. Durante largos años, ser exiliado del castrismo, ser "gusano", para recordar el ignominioso calificativo inventado por el propio Fidel, jefe de un seudohumanismo claramente inhumano, era un baldón, un oprobio y a la vez una marca de fuego. Los intelectuales de mi generación, en aquellos años y salvo raras excepciones, nos habíamos convertido a nuestra vez, sin darnos cuenta, con poca reflexión, sin captar toda la gravedad y la ignominia del asunto, en censores y comisarios. Habría sido necesario entender a fondo, sin prejuicios, el mecanismo de la censura castrista en su proyección, en su efecto multiplicador. En plena guerra fría, Moscú había perdido su hegemonía intelectual en Occidente. La censura soviética estaba profundamente desprestigiada: los ataques a Borís Pasternak, al músico Dimitri Shostakóvich, a Mijaíl Bajtin, para citar algunos casos ejemplares, producían una reacción contraria de prestigio, de admiración por los censurados. Pero el caso cubano era excepcional y lo siguió siendo durante mucho tiempo. La censura cubana, la de una revolución que parecía nueva, juvenil, enfrentada, además, al monstruo norteamericano, a diferencia de la soviética, era perfectamente capaz de aplastar y de silenciar voces: la censura de la isla con sus innumerables cómplices. Lo experimenté en carne propia un poco más tarde, pero Cabrera Infante fue sin ninguna duda la víctima inicial y mayor, y calculo que algo en su personalidad, algún resorte psíquico interno, quedó lesionado, malherido. Lo extraordinario es que a pesar de eso haya sido un creador a toda prueba, un fecundo inventor de artefactos verbales, un narrador intensamente lúdico. Muchos han empleado en estos días la palabra "barroco", palabra un tanto manoseada por la crítica y de significados tan amplios que ha terminado por no significar casi nada. Yo veía a Cabrera Infante, más bien, en relación con la tradición literaria de su país de adopción, con la escritura de James Joyce, de Laurence Sterne, de Jonathan Swift, de Lewis Carrol, de algunos otros que se podría definir como marginales centrales.
En la obra de Cabrera Infante hay una operación imposible por definición, una apuesta estética perdida de antemano, lo cual desde el punto de vista de la literatura implica una probable ganancia. En los tiempos en que empecé a saber de él, en mis años juveniles de París, me tocó ver la primera o una de las primeras películas de Bernardo Bertolucci, Prima della Revoluzione (Antes de la Revolución). La película llevaba un epígrafe en lengua francesa de Talleyrand, una frase sorprendente e inquietante para esa época, sobre todo porque provenía de un simpatizante o un militante del comunismo italiano: Nadie que no haya vivido antes de la Revolución ha conocido la verdadera dulzura de vivir. La idea, y el hecho de que hubiera sido formulada por alguien que pasó por todas las borrascas y tormentas de la Revolución Francesa y que consiguió sobrevivir hasta la época de la Restauración, era, en esos años sesenta, en vísperas de mayo del 68, provocativa, desconcertante.
Nosotros habíamos recibido ecos de la destrucción del pasado ruso y ahora asistíamos, con entusiasmo ingenuo, bobalicón, a la demolición de las antiguas formas de vida cubana. Pues bien, se podría sostener que la obra de Guillermo Cabrera Infante en su conjunto, en su propósito central, fue un intento de recuperar ese pasado, esos barrios habaneros, esos ritmos, esa cultura popular, por medio de una memoria poética. Ahora recuerdo conversaciones con José Lezama Lima, un diálogo en un balcón de La Habana, en un atardecer de 1971, y compruebo que su propósito era coincidente, aunque ejecutado de un modo más proliferante, más farragoso, con una imaginación decididamente más barroca, para no eludir el término ineludible. Pero Lezama, desde ese balcón, frente a malecones semidesiertos, corroídos por la sal del invierno, hablaba igual que Cabrera, con una especie de nostalgia infinita, de una alegría perdida para siempre, de una ciudad abigarrada, bulliciosa, danzarina, de una fiesta que había desaparecido. La Habana era una fiesta, como el propio Ernest Hemingway, testigo de la otra fiesta, la de París, lo había alcanzado a ver, pero su atmósfera y hasta su posibilidad habían sido tragadas en alguna esquina del pasado.
Tuve, pues, una primera imagen, injusta, lamentable, que nos acusa a nosotros mismos, de un escritor "gusano", un réprobo, un hombre que transitaba en contra de la corriente de la historia, nada más y nada menos, y después, desde el interior mismo de La Habana, empecé a entender y a espantarme frente a las terribles limitaciones de toda una generación. Le envié a Londres uno de los primeros ejemplares de mi relato testimonial sobre Cuba, novela política sin ficción, como se me había ocurrido decirle a Carlos Barral, su editor, y recibí casi a vuelta de correo una carta larga, apasionada y detallada. A Guillermo le había gustado, precisamente, el rigor en los detalles de la escritura mía. Me elogiaba por el hecho de escribir con ortografía correcta el nombre de una pistola inglesa. Y me hacía un reparo serio: en la vecindad de los malecones habaneros no había ramblas, como las había en Barcelona, sino rampas. Hice de inmediato la corrección correspondiente y me sonreí frente a la fuerza invasora, asimiladora, de los correctores de pruebas catalanes. Ellos habrían transformado en ramblas todas las rampas de este mundo.
Pasé poco después por Londres, en los días en que salía una versión inglesa de mi libro, edición que había prohijado y defendido a brazo partido Graham Greene, otro extranjero medio cubanizado, y tuve una conversación larga, de una tarde primaveral entera, con Cabrera Infante. Fue la primera vez que lo vi en persona y sin interrupciones: en una sala estrecha y repleta de libros de Gluocester Road, con la sombra de Myriam Gómez en una habitación vecina, con un gato de pelaje amarillo, animal de Lewis Carrol, no de Lezama Lima, que arqueaba el lomo y se contoneaba, se arrastraba cerca de nosotros. Hablamos de Fidel, de Cuba, de Heberto Padilla y Lezama Lima, de París, de las librerías de Londres, de Neruda y Salvador Allende, de Pinochet y los generales chilenos. Daba la impresión de que la historia se había precipitado, de que el exilio se había transformado de repente en una condición universal. En cualquier caso, ese Cabrera Infante con quien conversé durante toda una tarde había salido, por caminos seguramente difíciles, tortuosos, de la enfermedad, del solipsismo, de los delirios de persecución. No hay delirio de persecución, me había escrito en su carta, allí donde la persecución es un delirio. El problema, sostenía yo, era la prolongación, la proliferación alimentada por la buena conciencia, la adopción de hábitos policiales en un mundo que todavía podía permitirse el lujo de ser libre. Es decir, estábamos rodeados de cárceles mentales, y todos, casi todos, querían encarcelarnos. Pero Guillermo había adquirido la salud vigorosa, a prueba de balas, de los enfermos, y eso fue una enseñanza.
Tengo la impresión de que Guillermo, en sus años finales, encontró un refugio generoso y un ámbito literario comprensivo en España. Supe que tenía proyectos de trasladarse a vivir con Myriam en las cercanías de Murcia. Pero esos proyectos, que lo habrían ayudado a vivir más, o a pasar, por lo menos, una vejez mejor, no pudieron concretarse. Nos quedamos, entonces, con un Cabrera Infante de Londres, de James Joyce y de Lewis Carrol, pero también de Cervantes, del juego narrativo cervantino, y con el perfil de una Habana desaparecida en el horizonte.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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