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Reportaje:

Sert, genial y contradictorio

Un gran arquitecto que luchó por modernizar España. Pero Josep Lluís Sert sufrió la represión franquista y se exilió a EE UU. Logró prestigio mundial. Una exposición en uno de sus edificios, la Fundación Miró de Barcelona, analiza la calidad de su obra y su contradictoria vida.

Anatxu Zabalbeascoa

El más famoso de los arquitectos españoles modernos, Josep Lluís Sert (Barcelona, 1902-1983), fue un personaje escurridizo al que todavía hoy nadie se atreve a acotar. Siendo hijo de aristócratas, fue republicano. Luchó por introducir la arquitectura moderna en España, cuando la corrección exigía mantenerse fiel a la academia. Ideó ciudades funcionales para Suramérica, pero lo hizo amparado por el doble rasero de la política exterior estadounidense, en la que la voluntad de ayudar iba de la mano del ánimo de controlar. Era de izquierdas, y tanto sus escritos como sus proyectos reivindicaron usos socializantes de la arquitectura, pero también coqueteó con Batista en Cuba. Durante 16 años fue decano en la escuela de arquitectura de Harvard, y la oportunidad de ese puesto, junto con la influencia que ejerció desde él, le reportaron sus mayores logros arquitectónicos. Y sus mayores dudas. Al construir grandes edificios se dio cuenta de que había más verdad en las casitas anónimas del Mediterráneo que en los rascacielos de estilo internacional.

Al final de una vida errante y cosmopolita plagada de ilustres amistades (Miró, Picasso, Le Corbusier) y de brillantes éxitos profesionales no cuajó en ningún sitio. En Harvard era el español. Y en Barcelona se había convertido en un extranjero. "Así como a Antoni Gaudí se lo quieren quedar todos, desde la Iglesia hasta los nacionalistas, a Sert no se lo quiere quedar nadie", comenta Josep Maria Rovira, catedrático de Historia de la Arquitectura en la Escuela Superior de Arquitectura de Barcelona, comisario -junto a Jaume Freixa- de la muestra y autor de una monografía sobre Sert publicada por Electa. Para Rovira, Sert fue un hombre de gran olfato, un tipo con una capacidad especial para otear el futuro, estar donde había que estar y hacer lo que había que hacer. Como arquitecto, y al contrario que otros grandes proyectistas del siglo XX, no fue un fundamentalista. No creyó a ciegas en el ideario moderno. Se preocupó por las personas en medio de un mundo de normas, materiales y proporciones. Construir sus ideas le hizo cuestionarlas. "Eso le hizo cambiante y camaleónico. No fue un arquitecto rígido. Aprendía y rectificaba", apunta Rovira. El espíritu revolucionario que le llevó a oponerse a sus padres siendo un adolescente o a simpatizar con Esquerra Republicana también le llevó a repensar las ciudades. De hecho, fue de los primeros en abogar por algo que hoy parece obvio: la buena arquitectura debe funcionar por dentro (para los usuarios) y por fuera (para la ciudad).

La historia que recoge la exposición de la Fundación Miró de Barcelona arranca poco antes del 10 de agosto de 1929. Ese día, Josep Lluís Sert obtuvo el título de arquitecto. Y ese año sería clave para su vida profesional y para la historia de la arquitectura moderna en España. En Barcelona se celebró una exposición universal en la que los arquitectos modernistas finiseculares dieron sus últimos coletazos. El actual Museo Nacional de Cataluña, un imponente pastiche que preside desde la montaña de Montjuïc la Feria de Barcelona, fue la pieza estrella de la exposición. Por todas partes se levantaron edificios grandilocuentes para celebrar el evento. Pero fue un discreto pabellón temporal, el de Mies van der Rohe para Alemania, el que consiguió pasar a la historia. Y quedarse en la ciudad (que lo reconstruyó muchos años después). Por esas mismas fechas, todavía en 1929, Sert concluía en la calle de Muntaner una de sus primeras obras, un bloque de viviendas dúplex que todavía hoy resulta vanguardista. Pero no había sido Mies van der Rohe el maestro de Sert, sino Le Corbusier, con el que un año antes había trabajado en París. Ese viaje marcó al catalán, que regresaría a España con la voluntad de cambiar la arquitectura. Así, fundó el GATCPAC (Grupo de Arquitectos y Técnicos Catalanes para el Progreso de la Arquitectura Contemporánea) y elaboró con el propio Le Corbusier y su primo Pierre Jeanneret el llamado Plan Macià, que, con la ayuda de la Generalitat, buscaba modernizar Barcelona. Otros edificios de esos años, como la joyería Roca, en el paseo de Gracia, o el Dispensario Antituberculoso, no lejos de la Gran Vía, hermanan la obra de Sert con la vanguardia europea. La arquitectura española estaba poniéndose al día. Justo entonces estalló la Guerra Civil.

En plena contienda, Sert fue elegido para diseñar el pabellón de la República, que acogería el Guernica de Picasso, en la Exposición Universal de París de 1937. Le costó caro. Él y su socio en el proyecto, Luis Lacasa, fueron juzgados por responsabilidades políticas. Se les prohibió ejercer a menos de 400 kilómetros de Barcelona. Además, su socio barcelonés, Josep Torres-Clavé -que diseñó las butacas del pabellón republicano-, cayó en el frente. Sert decidió marcharse a París. Allí se casó con Ramona Longás, Monxa, hija de la portera de la casa levantada en la calle de Muntaner. Joan Miró y Jean Jeanneret fueron los padrinos de una boda apresurada. Pero ésas fueron las únicas prisas: Monxa lo acompañará durante toda su vida, aunque la madre del arquitecto, una López descendiente de los marqueses de Comillas, se negó siempre, incluso cuando estaba moribunda, a recibirla. En París, Sert decide mover sus fichas y consigue que otro arquitecto, Walter Gropius, y el historiador Sigfrid Giedion lo reclamen desde EE UU.

En Nueva York, el matrimonio se hospeda primero en casa del escultor Alexander Calder y meses después en el hotel Van Rensslaer, en la calle 11. Monxa trabaja de costurera mientras su marido trata de poner en juego el resto de sus cartas. Da conferencias, escribe. Publica el famoso libro Can our cities survive? (¿Pueden sobrevivir nuestras ciudades?). Y, por consejo de Le Corbusier, con el que mantiene correspondencia, decide contactar con el arquitecto Paul Lester Wiener, autor del pabellón norteamericano, vecino al de la República española en la Exposición de París. Wiener está casado con la hija del secretario del Tesoro. El arquitecto se interesa por las ideas urbanas que expone Sert y juntos deciden asociarse bajo el nombre de Town Planning Association. El catalán comienza así a trabajar para el Departamento de Guerra del Gobierno estadounidense. Realiza planes para construir ciudades en puntos estratégicos de Perú, Colombia, Venezuela, Cuba y Brasil. Pero aquello no cuaja. Los países latinoamericanos resultaron un territorio demasiado convulso para soportar planificaciones impuestas. Tras seis años de viajes, luchas e ideas que no fructifican, Sert consigue levantar su primer edificio en Estados Unidos: la casa Locust Valley, en Long Island, cerca de Manhattan. Será la primera piedra. Poco después, con 49 años y tras el éxito de algunos proyectos en Suramérica, se convertirá en ciudadano estadounidense. Y con 51, en decano de la escuela de arquitectura de la Universidad más prestigiosa de ese país: Harvard, puesto en el que sucede a Gropius, fundador de la mítica Bauhaus y también exiliado en Estados Unidos.

Con 50 años cambia una vida de viajes y el ambiente cosmopolita de Nueva York por la tranquilidad académica de una pequeña ciudad universitaria. Instalado en Boston, comienza a recibir encargos. Primero, y en plena posguerra mundial, del Ministerio de Asuntos Exteriores: la Embajada norteamericana en Bagdad. Sert levantó una residencia con doble tejado y pantallas cerámicas como protección del sol, un estanque para conseguir humedad y unos profundos aleros que monumentalizaban la respuesta arquitectónica al clima.

En una región de inviernos fríos como Nueva Inglaterra, Sert eligió construirse una casa mediterránea, con tres patios interiores, ensimismada. "Los patios están resguardados de los hijos y los perros de los vecinos", dijo Sert. Esa cerrazón introvertida contrasta con la sociabilidad del arquitecto, que por esos años finales de los cincuenta hace de Harvard su mayor cliente. Algunos edificios, como el Holyoke Center, apostaban por la variedad de la ciudad antigua "contra la inhumana monotonía de los modernos", en palabras del propio Sert. Pero nunca fueron aceptados por las mentalidades conservadoras de la universidad. Otros, como el Peabody Terrace, un complejo de apartamentos para los estudiantes de posgrado casados, se erigirían como una referencia junto al río Charles.

Se había convertido en un exiliado de lujo. Entretanto, o tal vez por ello, la justicia española deja de perseguirlo. Y él decide regresar. Pero ya no quiere volver a Barcelona. Los veranos en Ibiza le sirven para mantener el contacto con Joan Miró y los amigos de juventud que dejara en Barcelona y, sobre todo, en París. Prueba de ello es el estudio que levantó para el pintor en Mallorca o la posterior Fundación Maeght, un edificio de aires místicos en el que Sert trabajó junto a artistas como Giacometti, Léger o Braque.

Frente a la vida académica y la escala de los proyectos norteamericanos, en la isla mediterránea reaparece el Sert primero, el hombre en zapatillas preocupado por la destrucción de la isla. En rigor, ni la paradoja que encierran sus mayores encargos acalla el espíritu de protesta de este catalán rebelde: son públicos los manifiestos que firmó a favor de los derechos de los negros o contra la guerra de Vietnam.

Contradictorio y camaleónico, Josep Lluís Sert se mantuvo despierto y activo hasta el final. Sus últimas casas transmiten la misma inquietud que le llevó a plantearse y replantearse sus ideas. Esas viviendas reflejan hasta qué punto seguía investigando al borde de los 80 años. Para entonces, y ya sin Monxa a su lado, el éxito y la melancolía se daban la mano en su vida. En 1975 regresó a Barcelona para inaugurar el sueño de Joan Miró, una fundación que terminaría por homenajear la memoria de estos dos amigos. Propone, de nuevo, como en su propia vivienda norteamericana, un edificio ensimismado. Algo rencoroso con la ciudad que lo había expulsado, Sert se vuelve melancólicamente optimista. Volcado hacia el interior, el edificio celebra definitivamente la relación entre el arte y la arquitectura.

Esa paradoja, la de celebrar con nostalgia, la de protegerse y entregarse a un tiempo, presidió la vida de Sert: un arquitecto de izquierdas que trabajó amparado por un capital imperialista, un hombre sociable y celoso de su intimidad, un enérgico individuo que construyó por medio mundo, pero no encontró su lugar. Alguien que, a pesar de esa incapacidad para ubicarse, supo estar siempre donde debía estar.

La muestra 'Sert, medio siglo de arquitectura' puede verse en la Fundación Miró de Barcelona hasta el 12 de junio.

Aires místicos en un detalle del patio de la Fundación Marguerite et Aimé Maeght (1958-1971), en Saint Paul de Vence (Francia).
Aires místicos en un detalle del patio de la Fundación Marguerite et Aimé Maeght (1958-1971), en Saint Paul de Vence (Francia).

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