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LA COLUMNA

Un suflé en el oasis

LA AUTOCOMPLACENCIA que tanto caracteriza a ciertas élites políticas catalanas, esa propensión a considerar su país como un oasis de paz en medio de un campo de Agramante, se ha venido abajo con el hundimiento del túnel del Carmel y la desafortunada gestión del estropicio por las autoridades de la Generalitat. Fue, primero, la insólita política informativa o, más bien, desinformativa con la que se pretendió tapar el enorme socavón; fue luego la salida de pata de banco del presidente y el torpe intento de recoser el roto invocando la unidad cultural y política de la nación catalana. Y para remate -momentáneo- de todo el asunto, el presidente saca a la mesa el postre más preciado: un suflé que los catalanes deben dejar reposar, como si la cena no se les hubiera indigestado, o sea, como si aquí no hubiera pasado nada.

Pero sí ha pasado, vaya si ha pasado: en menudo embrollo ha metido a la política catalana el presidente de la Generalitat con su denuncia de ese 3% que, presuntamente, el partido gobernante en Cataluña habría percibido durante años de los contratistas de obra pública. No resulta fácil de entender el motivo que haya podido impulsar al actual presidente a formular semejante denuncia en el calor de un debate parlamentario. Pero, fuera cual fuese, ha logrado su propósito: nadie duda, a estas alturas de la película, que la boca de Maragall habló desde la abundancia del corazón y que la historia del 3% ha adquirido el rango de certeza incontrovertible.

Siendo así las cosas, qué aburrido resulta escuchar otra vez la historia de la nación en calma, sólo turbada por el maleficio de Madrid; qué fatiga andar arriba y abajo con la ocurrencia de Gaziel, que vio un oasis tras su larga travesía por el desierto, como si no hubiera merecido Barcelona el nombre hermoso de "rosa de fuego", de fuego real, de pistoleros a sueldo; como si en la República no hubiera ocupado el primer puesto durante años en el ranking de conflictos sociales; como si allí la Guerra Civil hubiera sido guerra contra un invasor, y no lucha de clases por las armas, reduplicada por una guerra sin cuartel entre comunistas y anarquistas con el añadido de poumistas. Ni Cataluña ha sido nunca un oasis ni esa permanente invocación a una identidad catalana por encima de divisiones sociales y políticas funciona allí de manera distinta a como lo hace en todas partes: como sacrosanta y, por tanto, intocable tapadera de intereses partidistas y clientelares.

Y eso es precisamente lo que ha puesto de manifiesto no ya la escandalosa dirección de la obra pública del túnel, ni los burdos intentos de desviar la atención: desgracias semejantes pueden ocurrir en las mejores familias, y no es precisa una específica identidad nacional para provocarlas, aunque las identidades colectivas que reabsorben responsabilidades individuales facilitan notoriamente toda clase de abusos. Pero eso poco importa ya para el futuro. Lo verdaderamente perverso de todo el embrollo es que la tierra que ahora se le quiere echar encima se acarrea desde los santos lugares en que se construye la unidad nacional: dejamos de hablar del 3% en nombre de la unidad de la patria. Si París bien vale una misa, la nación catalana bien vale un buñuelo.

Y así, después de la ritual invocación al oasis y a la paz perpetua sólo por agentes externos quebrantada, nada más apañado que iniciar el proceso de reconstrucción dejando reposar el suflé catalán al mismo tiempo que se denuncian signos de involución en la política autonómica del Gobierno llamado de Madrid. Consigna estupenda: regresemos al oasis porque de Madrid llega una ola polar. El presidente Maragall no pierde el tiempo: mientras embadurna de vaselina la política de su tierra, da una vuelta de tuerca al tradicional victimismo que tanto ha alimentado la retórica nacional-catalana durante los últimos años. Que no haya podido identificar otra posible vía para salir del laberinto en el que él solito se ha metido lo explica todo, por más que donde los madrileños dicen chapuza, los catalanes digan suflé.

Pues qué bien. Cuando el suflé haya reposado y haya soltado todo el aire que lleva dentro, la montaña habrá parido un ratón. Lo malo es que lleva por nombre Carmel y resulta muy difícil de tragar, no porque sea ratón, que muchos sapos hemos tragado ya en lo que llevamos de democracia, sino porque se trata de la montaña en que ha quedado enterrado un oasis donde florecía frondoso el árbol del 3%.

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