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Reportaje:

El cabo atrapado

Primera escena. Un aspirante a artista en la Viena de principios del XX se halla ante las columnas de una manifestación obrera. Tanto le pasma al joven la fragorosa marcha de aquel dragón nunca visto ni intuido (el joven es de pueblo), que a duras penas consigue refugiarse en un portal para vislumbrar la amenaza, el largo y lento serpenteo, el desfile de cuatro en fondo. La emoción es típica: una epifanía adolescente, el temblor sublime ante la irrupción de grandes paisajes.

Una segunda escena representa la madurez. Olvidada la bohemia, el hombre ha hecho valer su sentido práctico y su energía. Ahora es el jefe. El trabajo obliga al jefe y a quienes colaboran con él a permanecer largas temporadas fuera de casa. Con el fin de aliviar esa ausencia del hogar y el peso de la rutina diaria, el jefe organiza actividades que relajan la tensión. Tras el almuerzo, el jefe toma café con sus secretarias y dedica admirados elogios a la que come más pastas.

¿Cuál es la humanidad de Hitler, del totalitarismo y de sus más o menos enmascarados ecos que aún hoy resuenan donde menos puede esperarse?

La tercera escena plasma un desaliento que se puede confundir con la locura. El jefe, convertido en gran hombre, escribe a su hermana: "He aquí mi nueva tarea: aplastar al adversario y recobrar lo perdido, que no es poco. En cuanto al año próximo, es necesario esperar que venga la paz, porque en verdad parece que ya esté destruido todo el género humano. Te suplico que esperes con paciencia los acontecimientos. Nuestras inquietudes no los varían y sólo sucederá lo que quiera Su Sagrada Majestad la Casualidad".

La cuarta escena representa la cercanía de la muerte. Nuestro hombre intuye que su vida se acaba, y ya sea mera formalidad, ya galantería, el jefe se casa con su novia. Como sucede en estas ceremonias, el entorno es triste, la inminencia de lo funesto no da para más. Esa circunstancia llena todo de significado.

Cuatro momentos distintos en

la vida de un hombre y una doble trampa. La primera de ellas, la que hace esos momentos más ambiguos y por tanto más humanos, es su dramatización, desentendida de cualquier comentario que no sean las propias acciones que se narran. Ahora diremos que el protagonista de las escenas primera, segunda y cuarta es Adolf Hitler. La primera escena está contada en Mein Kampf y tiene que ver con su hallazgo de la masa como instrumento político. La segunda se halla ubicada en la "Guarida del Lobo", el búnker en la actual Ketrzyn, Polonia, donde se dirigía la gran ofensiva contra Rusia y, de paso, el "combate ideológico de aniquilación", el intento de exterminio de todas las razas inferiores en acciones de retaguardia. La cuarta escena ocurre en el búnker de Berlín la noche del veintinueve al treinta de abril de 1945, la boda con Eva Braun para la que cualquier explicación es buena, desde el premio a la lealtad a la mera adicción al rito. En cambio, la tercera escena, y ésta es la segunda trampa, tiene distinto protagonista. Es una carta de Federico II durante la guerra de los Siete Años, cuando Prusia perdía la guerra que había entablado contra toda Europa. Aquí la inminente tragedia de Federico II, que de algún modo absolvió la Historia, al concluir de modo sorpresivo y casi podría decirse milagroso, se reprodujo, no como farsa, sino como tragedia inmensa desde el mismo momento en que Adolf Hitler subió al poder en Alemania con la idea de que nunca se repitiera la humillación de 1918, y culminó en los últimos años de la guerra, cuando al Führer le urgía un giro de los acontecimientos que hiciera de él un segundo Federico el Grande. Una escena muy breve de El hundimiento nos muestra a la secretaria Traudl Junge entrando en una habitación que cree vacía. Sin embargo, ahí está Adolf en silenciosa conversación a través de los siglos con el retrato de Federico de Antón Graff, como si le rezara, esperando, cómo no, la salvación en el último momento. ¿Otra chaladura de Adolf? En sus diarios, Victor Klemperer nos cuenta que, poco antes del bombardeo de Dresde, unos hombres estaban seguros de lo invulnerable de la ciudad y de la segura victoria, porque creyeron ver dibujado en las nubes el rostro del gran Federico. El hundimiento, la película, que une los datos del libro homónimo de Joachim Fest con las memorias de la secretaria de Hitler, parece querer mostrarnos a través de una especie de Heidi que ha caído en casa de un abuelo algo cascarrabias "y sus locos seguidores", no una faceta humana de Hitler, como se ha repetido tanto, sino la de muchos de aquellos que lo siguieron hasta el último momento ignorantes, al parecer, de tanta maldad. Invirtiendo la frase de Churchill, se podría decir que esa película sigue cierta consigna de expiación que reza "nunca tantos le echaron la culpa a tan pocos". Pero ahí están los diarios de Klemperer y las señales en el cielo.

Toda ficción dramática sobre el nazismo es la puesta en escena de una puesta en escena. De ahí que para nivelar el drama, no para humanizarlo, al caos implacable que relata El hundimiento de Fest se le haya sumado a El hundimiento película la supuesta ingenuidad de la joven secretaria Junge. Otro ejemplo reciente, y más satisfactorio del mismo problema técnico y, a su vez, ético y estético lo encontramos en la película de la BBC La solución final (Conspiracy) donde se ilustra la llamada reunión de Wannsee, el trámite para llevar a cabo el exterminio judío. Conspiracy es el triunfo de la razón de la fuerza, enmascarada de tiras y aflojas burocráticos sobre leyes cuya debilidad se basa en su misma injusticia. Uno supone que el gran problema del guionista de Conspiracy para crear tensión era distinguir a los simplemente malos de los muy malos. ¿Son más humanos los malos que los muy malos? ¿No es aquí humano más que un sinónimo de conciencia? ¿No son los trámites burocráticos, el papeleo, ejercicios sin contenido para despistar a la conciencia? ¿No es la conciencia, como decía Hitler, un invento judío? ¿Cuál es, en definitiva, la humanidad de Hitler, del totalitarismo, y de sus más o menos enmascarados ecos que aún hoy resuenan donde menos pueda esperarse?

Según Peter Sloterdijk, Hitler era "la encarnación humana del miasma pequeñoburgués más universalmente mísero de las provincias más oscuras de Austria, una híbrida convulsión de semicultura y afán vengativo". Fue este modelo el que se ofreció como símbolo a las masas, el que fue aceptado por éstas, ya con entusiasmo, ya con debilidad gregaria ante el desamparo organizado que fomentaba un poder de estructura perversa y lógica heroica. Todos los personajes del drama se contagian de esa humanidad, de ese único ejemplo que unifica lo peor y lo más débil de cada uno, tanto de seguidores como de indiferentes, tanto de esbirros como, y eso me parece importante, de enemigos.

Sigo viendo al Hitler humano,

dramático. Ahora, veo al cabo atrapado en una trinchera de la Gran Guerra. Araña la tierra hasta recoger en un puñado toda la rabia de una derrota común que, como cualquier egomaniaco fracasado, ha convertido en la excusa de su derrota personal. Enseguida, veo al antiguo cabo Hitler en sus días de triunfo, ante grandes multitudes, con vocación de llevar a los suyos (y cito de nuevo a Sloterdijk) "a una época en la que gritar aún servía para algo". Esas dos visiones, el cabo y el Führer, me resultan más familiares de lo que quisiera. Porque al cabo atrapado lo he visto muchas veces diciendo "esto lo arreglaba yo en cuatro días" sin que su cabeza se vea asaltada ni un instante por las posibles consecuencias de sus obras durante esos "cuatro días". Ese tipo de cretino tan humano es Hitler.

Al otro, al mismo, al orador vociferante lo descubro en cada campaña electoral cuando se enciende el piloto indicador de que está saliendo en la tele. Entonces el político se convierte en esa suma de todas las televisiones que forma la masa moderna. Y el grotesco salpicar de saliva en el micrófono y los ademanes de gran guiñol asesorados por los "ministros de propaganda", reconvertidos en asesores de imagen, me retrotraen a la humanidad de los años treinta. Porque ese tipo de cretino tan humano también es Hitler, como es Hitler todo aquel que convierte la Historia en un picadillo sentimentaloide según la conveniencia y la manipula del modo más desaprensivo.

Y aún veo a otro Hitler. Es el de Fascinación de Don DeLillo en un supuesto filme casero realizado en el búnker durante el desastre. La imagen muestra en primer lugar a unos niños asistiendo a un espectáculo infantil que no nos es descrito. Son los seis hijos de Goebbels que muy pronto serán asesinados por sus padres. De cuando en cuando, las repentinas sacudidas de las bombas rusas les hacen volver la cabeza al unísono. El campo de la filmación se abre y por fin descubrimos el espectáculo: el artista es el propio Hitler imitando los andares de Charlot. Hitler huele una flor y camina girando su bastón. En realidad, esa inversión aberrante de El Gran Dictador no está demasiado alejada de los gestos que nos relata El hundimiento, mucho más grandilocuentes y pomposos (y verdaderos, creo yo) en el libro que en la película. Y me pregunto si ese inexistente Hitler con un patético sentido del humor de DeLillo no representará a todos aquellos que se opusieron, aunque fuera un momento, a su ascenso arrollador, los que se preocuparon ante el delirio general, los que le negaron aun con las evidencias en contra de los éxitos económicos y geopolíticos, los que fueron a la muerte odiando a quien provocaba la catástrofe. Porque ese tipo de personas con alma también son Hitler cuando el Hitler humano predomina. La temperatura se eleva hasta lo inaguantable, el aire se corrompe y todos aprendemos a respirar con la misma nariz.

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