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Reportaje:CINE DE ORO

'El gran dictador'

EL PAÍS ofrece mañana, sábado, por 8,95 euros, el genial alegato antinazi de Chaplin

Después del enorme éxito logrado por Luces de la ciudad y Tiempos modernos, Charles Chaplin -en la cumbre de la fama- se plantea afrontar el riesgo de rodar una película sonora; según cuenta en sus memorias (Historia de mi vida, Taurus, 1965), fue el productor Alexander Korda quien le sugirió en 1937 la idea de filmar una historia sobre Hitler cuyo argumento fuese el engañoso parecido entre el führer de carne y hueso y el habitual protagonista de las comedias charlotescas. (La suplantación de Hitler por un sosias -esta vez un actor de un teatro de Varsovia- sería utilizada igualmente en 1942 por Ernst Lubitsch en To be or not to ne).

Las motivaciones para iniciar ese costoso proyecto -su realización le llevaría dos años, con un presupuesto de dos millones de dólares- no fueron sólo cinematográficas: Chaplin se propuso también despertar la conciencia democrática y combatir las tendencias capitulacionistas en Gran Bretaña (dominantes desde la Conferencia de Múnich) y aislacionistas en Estados Unidos (sólo el bombardeo de Pearl Harbour en diciembre de 1941 desvanecería ese ensueño). Aunque los trabajos preparatorios de El gran dictador se remontan a 1938, los objetivos movilizadores de su alerta temprana no llegaron a tiempo: la película sería estrenada en octubre de 1940, a los 13 meses de la invasión alemana de Polonia e inmediatamente después de la ocupación nazi de Francia y de la batalla aérea de Inglaterra.

En España fue necesario aguardar hasta la muerte de Franco para que se proyectara
La película es una conmovedora reivindicación de la libertad y la democracia

Poderosos grupos pronazis intentaron primero sabotear el rodaje de la película y boicotear después su distribución dentro y fuera de las fronteras de Estados Unidos; el presidente Roosevelt dejaría caer a un desconcertado Chaplin durante una visita a la Casa Blanca el reticente comentario de que su película estaba dando muchos quebraderos de cabeza a la Embajada americana en Buenos Aires. Tanto el exitoso estreno del filme como la posterior militancia de su director en la causa antinazi y su apoyo al esfuerzo bélico (incluida la opinión favorable a la apertura de un segundo frente que aliviara la presión alemana sobre la Unión Soviética) desataron una feroz campaña contra Chaplin, acusado de comunista. Por supuesto, El gran dictador no sería estrenada en la Europa ocupada hasta la rendición de Alemania; en España fue necesario aguardar hasta la muerte de Franco para que se proyectara en nuestras pantallas, un claro indicio de que los disfraces del régimen tras la derrota del Eje dejaron intactas sus viejas, profundas y emocionales lealtades con Hitler y Mussolini.

La película es una sátira feroz del nazismo, un cruel daguerrotipo de Adolfo Hitler (Adenoid Hynkel) y de Benito Mussolini (Benzina Napaloni), una crítica ridiculizadora de la mística fascista, una conmovedora reivindicación de la libertad, la igualdad y la democracia. Los discursos inarticulados de Chaplin como Hynkel son una genial imitación cómica de las arengas hitlerianas en Núremberg, Múnich o Berlín. La secuencia del dictador jugando con un enorme globo -o César o nada- es seguramente la mejor interpretación de toda la carrera cinematográfica de Chaplin, sin que desmerezcan otras escenas antológicas como las condecoraciones arrancadas a Göring (Herring) por su jefe, los inventos del TBO -el traje a prueba de balas y el paracaídas miniaturizado- que les cuesta la vida a sus patentadores, la accidentada llegada del tren especial de Napaloni a la estación de la capital de Tomenia, el gran baile en la cancillería o la bronca rebozada en fresas y mostaza entre Hitler y Mussolini a propósito de la inminente invasión de Austria.

El contrapunto del Chaplin-Hynkel es el Charlot-barbero, veterano soldado de la Gran Guerra como servidor del cañón Bertha que pierde la memoria en un accidente aéreo y regresa años después al gueto judío a reabrir su peluquería sin haberse enterado de su asombroso parecido con el dictador. El personaje ya familiar de La quimera del oro y de muchas otras películas mudas se enamora perdidamente de Paulette Goddard (Hanna) y la protege frente a los matones de las Tropas de Asalto de la Doble Cruz. El afeitado de un atemorizado cliente al ritmo de la Danza húngara de Brahms, el baile enajenado a consecuencia de un sartenazo involuntariamente propinado por Hanna y las monedas tragadas con disimulo para no pagar el pato en un peligroso sorteo deberían figurar en todas las antologías de los momentos más felices de Chaplin.

En un ensayo sobre Stalin (Koba el Temible, Anagrama, 2004), se extraña Martin Amis de que los ex comunistas puedan reírse de su pasado mientras resulta inimaginable que un antiguo nazi haga lo mismo. Pero Chaplin amplía esa interrogante hasta incluir a quienes hayan utilizado en algún momento el humor para aproximarse a la barbarie fascista; es la pregunta de quienes han visto reportajes fotográficos y cinematográficos sobre los supervivientes de Auschwitz y leído las escalofriantes estadísticas del exterminio: "Si yo hubiera tenido conocimiento de los horrores de los campos de concentración alemanes", escribe en su autobiografía, "no habría podido rodar El gran dictador: no habría tomado a burla la demencia homicida de los nazis". Ciertamente, antes del comienzo de la guerra hubo abundantes indicios de la furia antisemita hitleriana: la oleada de salvajismo de la noche de los cristales rotos -del 9 al 10 de noviembre de 1938- marcó un punto de no retorno con la demolición de un centenar de sinagogas, la destrucción de 8.000 tiendas judías, el saqueo de innumerables viviendas y la detención de 30.000 judíos. Pero ni siquiera esas inequívocas señales permitieron a la mayoría de la gente imaginar las dimensiones de la solución final, la decisión genocida adoptada en enero de 1942 de exterminar a seis millones de seres humanos culpables únicamente -como Chaplin- de tener ascendencia judía.

El gran dictador fue concebida, realizada, montada y estrenada a lo largo de un periodo que comienza con los preparativos para la guerra (el Anchluss de Austria, episodio que da fin a la película) y desemboca en la invasión de Polonia y la construcción del complejo concentracionario Auschwitz-Birkenau. Nadie puede censurar a Chaplin por rodar esta maravillosa obra de arte (al margen y por encima de su intencionalidad política) que es a la vez una emocionante reivindicación de la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Este texto se incluye en el libro-DVD de El gran dictador que mañana, sábado, ofrece EL PAÍS a sus lectores al adquirir un ejemplar del diario.

Charles Chaplin, en una imagen de <i>El gran dictador.</i>
Charles Chaplin, en una imagen de El gran dictador.

Presiones de las grandes productoras

El gran dictador se realizó en 1940. Sus intérpretes fueron: Charles Chaplin, Paulette Goddard, Jack Oakie, Reginald Gardiner, Henry Daniell, Billy Gilbert, Maurice Moscovich, Emma Dunn y Bernard Gorcey. Dirección, producción y guión: Charles Chaplin. Fotografía: Karl Struss y Roland Totheroh. Música: Meredith Wilson y Charles Chaplin. Dirección artística: J. Russell Spencer. Montaje: Willard Nico.

El propio Chaplin tuvo que acabar de financiar la película ante las presiones de la grandes productoras, que no la consideraban "conveniente" para la política exterior estadounidense. "Cuando estaba a mitad del rodaje empecé a recibir alarmantes recados de la United Artists. Les habían advertido por mediación de la Hays Office que tendría roces con la censura. Pero yo estaba decidido a continuar, había que reírse de Hitler", explicó su autor.

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