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Columna
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Mi primo el gorila

Rosa Montero

Hace años entrevisté para EL PAÍS a sir David Attenborough, el célebre biólogo británico, autor de esas espléndidas series de televisión de la BBC sobre la naturaleza y los animales. Al final de la charla le pregunté cuál había sido el momento más emocionante de su vida. Y este hombre, que era la perfecta encarnación del aventurero y había dado la vuelta al mundo varias veces, respondió sin dudar que el instante más intenso y trascendental de toda su existencia había sido en Ruanda, en la espesura remota, cuando se encontró cara a cara con un silver back, un espalda plateada, el inmenso y majestuoso gorila de las montañas. Entonces, contaba sir David, el gorila y él se miraron a los ojos, con la misma curiosidad, con el mismo sobresalto, con el mismo asombro. Con sentimientos e inteligencia similares. Enfrentado a esas punzantes pupilas amarillas, Attenborough se reconoció a sí mismo, por encima del vertiginoso salto de la especie. No me extraña que fuera un instante explosivo, inolvidable. Algo maravilloso y casi sagrado.

Con los primates nos une casi todo. Empezando por el código genético, que humanos y grandes simios compartimos hasta extremos espeluznantes: somos iguales a los chimpancés en un 98,4%. Sólo la incultura, el prejuicio y el egoísmo etnocéntrico nos permiten seguir considerándoles "meros animales" y utilizar la palabra animal con un significado reductor, despreciativo y sobre todo diferenciador, como si nosotros no fuéramos también animales, y como si ellos no fueran también seres sintientes y pensantes.

Infinidad de estudios científicos han demostrado que los simios son capaces de contar y de hacer operaciones matemáticas sencillas. Que poseen la estructura del lenguaje, de manera que, aunque no pueden hablar porque carecen de aparato fonador, sí logran comunicarse con gran complejidad utilizando el sistema de signos de los sordos, como lo han demostrado la gorila Koko y otros primates. Los grandes simios tienen ritos de muerte, conciencia del yo, usos sociales, utilizan y fabrican herramientas. Incluso son capaces de aprender, desarrollar y transmitir conocimientos específicos, es decir, no todo en ellos es instinto, sino que también pueden crear cultura, como acaba de probar una investigación sobre orangutanes. Los simios, en fin, tienen todo lo que nosotros tenemos. De hecho, se suele decir que los grandes primates poseen una inteligencia equivalente a la de un niño humano en torno a los cinco años.

Pues bien, a esos hermanos, a esas criaturas tan estremecedoramente similares, a esos compañeros orgánicos, les hemos sometido y les seguimos sometiendo a un maltrato y unas sevicias inimaginables. Totalmente abandonados a su suerte, se les esclaviza y se les mata sin que ni siquiera lleguen a gozar de la consideración de esclavos o de víctimas. Cuando uno se detiene a pensar sobre ello, sobre lo que les hacemos siendo lo que son, se llega a sentir un vértigo de horror. Y nuestro subconsciente lo sabe, el subconsciente colectivo humano percibe la atrocidad de esta situación; es un conocimiento que pulula por ahí abajo, empujando las fronteras de lo que no queremos saber, y que emerge en mitos populares, como El planeta de los simios o Tarzán de los monos.

Algún día, y sé que no tardará demasiado, el mundo se espantará de lo que hoy les hacemos a los grandes simios, como hoy nos espantamos de que haya existido la esclavitud. Pero todavía queda mucho camino por recorrer y por ahora casi nadie se preocupa por ellos. A este respecto, no es casual que quienes estudian a los grandes simios sean siempre mujeres. Se ve que los científicos hombres prefieren dedicarse a temas socialmente más prestigiosos (y con más dinero), y dejar a los pobres monos para las chicas: Fossey con los gorilas, Goodall con los chimpancés, Galdekas con los orangutanes… También aquí, en España, tenemos unas cuantas científicas maravillosas: Carmen Vidal, que está reintroduciendo chimpancés en el Congo; Karmela Llano, que cuida orangutanes en Borneo; Magdalena Bermejo, que estudia a los gorilas en el Congo más remoto, comida por las sanguijuelas e invadida por las larvas que los insectos meten bajo su piel. Tres mujeres heroicas. Por cierto, las dos primeras pertenecen a Proyecto Gran Simio, una ONG a la que deberíamos apuntarnos todos. Porque, cuando nos miramos en los ojos de los primates, como hizo Attenborough, sabemos sin lugar a dudas que son como nosotros. Y que nos necesitan. (Proyecto Gran Simio España: www.proyectogransimio.org o el teléfono 965 22 71 14).

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