Bienvenido al pasado

A medida que cumple uno años, y por extraño que parezca, cada vez le cuesta más comprender la diferencia entre los vivos y los muertos, sobre todo cuando el muerto es tan reciente que uno acaba de enterarse de su nueva condición o esfera y además era un amigo, y además un escritor admirado. ¿Cuánto tiempo puede pasar hasta que se acostumbre uno? Según mis experiencias previas, el tiempo pasa y pasa y no se acostumbra uno nunca. O, digamos, no distingue, más aún cuando el vivo-muerto vivía y muere en otra ciudad y otro país que ni siquiera eran enteramente los suyos; cuando de hecho pertenecía al exilio.
Guillermo Cabrera Infante, en ese sentido, se había ausentado hace ya mucho de La Habana y de Cuba, lo cual le permitió, posiblemente, escribir el mejor libro sobre esa capital que se conoce, La Habana para un infante difunto: al fin y al cabo, quienes ven con más nitidez -jamás privada de emoción, por eso rondan- son precisamente los fantasmas, quienes están sin estar, o están sólo porque estuvieron intensamente. Él siempre decía que no se había ido del todo gracias a su mujer, Miriam Gómez, la encarnación en Londres de la ciudad perdida, la que le resucitaba a diario el acento y los cuentos. ¿A quién le seguirá ella contando ahora? Tal vez sea ese uno de los pocos elementos que lo obliguen a uno a hacerse a la idea, ver a Miriam Gómez sin Guillermo Cabrera.
Porque, por lo demás, ¿cómo lograrlo? Para mí Cabrera Infante estará siempre en Londres, humorístico, afable, inteligente y delicado, acaso el escritor menos engreído, más pendiente de sus amigos, que yo haya tratado. Siempre hospitalario, siempre preocupado por nuestros excesos mucho más que por los suyos, simpre dispuesto a entretenernos con mil anécdotas cinematográficas y mil cuentos cubanos, nunca a ensombrecernos el ánimo, hasta el punto de que cuando en las conversaciones surgía su país natal -lo único que lo nublaba-, procuraba cambiar de tema enseguida, para no extendernos su amargura. Y al cabo de un rato volvía a relatar sus episodios extraordinarios, a menudo tan cómicos o tan truculentos, o tan cómicamente truculentos, desde aquella advertencia misteriosa para que no cogiera uno el metro londinense, "porque estás en el andén y ahora de repente te cortan los pies", hasta la irresistible narración de cómo, en un viaje a Australia, se había visto perseguido por un canguro suelto "homosexualista".
Su talento verbal era extraordinario, tanto de viva voz como por escrito, aunque esto último lo sepa cualquiera que haya leído sus libros. Su carácter risueño, pese a que el peso del exilio sobrevolaba un poco siempre en su acogedora casa de Gloucester Road, de una generosidad digna del mayor agradecimiento. Sus "saberes inútiles", que suelen ser los más alegres en toda persona, tan abundantes como los útiles. Me cuesta hablar de él en pasado, apenas me he enterado de que se ha muerto. A lo más que me acostumbraré, supongo, es a pensar más bien que se ha añadido un segundo exilio. O quizá sea, a la postre, que se ha exiliado por fin del que lo ensombrecía a veces. Bienvenido sea Cabrera Infante al pasado, del cual nunca tuvo miedo.
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