La viuda guerrera
No hay nada tan infiel como la memoria. Hoy nos creemos todos muy modernos y hemos olvidado por completo la reciente España de la que venimos; pero resulta que hasta ayer mismo fuimos un país tan anticuado y retrógrado, que algunas historias de aquel próximo pasado nos pueden parecer ahora tan remotas como la luna de Titán.
Y así, acaba de llegar a mis manos un libro sorprendente, El precio de ser distinta, de Amparo Paramio (Kokoro Libros, kokorolibros@yahoo.es), que cuenta una historia real sucedida en un pueblo de Cáceres en 1983. Pero para narrar bien el asunto tenemos que retroceder en el tiempo un poco más. Amparo se casó a los 21 años con un chico de su localidad, que por desgracia se mató en un accidente automovilístico a los seis meses. Esto ocurrió en 1972. Por entonces, y en un pueblito de la Extremadura profunda como aquel, la viudez obligaba todavía a un ritual de duelo inhumano y casi talibán, por lo intransigente, machista y extremado. La viuda tenía que vestir de negro riguroso e incluso llevar velo. Y eso es lo que hizo Amparo durante tres largos años: enterrarse en el luto e ir todos los días a misa y todos los domingos al cementerio. Éstas eran las únicas salidas que le estaban permitidas: cualquier otra cosa hubiera sido un escándalo: "Yo me sentía tan ahogada en casa que a veces me subía al tejado, para respirar un poco".
Una vez acabado este duelo feroz, Amparo empezó a estudiar enfermería, profesión en la que ahora trabaja. Conoció a un chico de Toledo y se enrolló con él. Llevaban seis años juntos cuando Amparo se quedó embarazada. Y ahí empezó lo peor.
La campanillada o cencerrada es una antigua y brutal costumbre pueblerina que ha sido prohibida en España por los distintos Gobiernos desde el siglo XVIII. Consistía (y utilizo el tiempo pasado porque espero que ya esté erradicada) en que una horda de energúmenos asaltaba a aquellas personas cuya vida se consideraba poco ortodoxa. Sus víctimas eran las mujeres embarazadas fuera del matrimonio, por supuesto, pero también los novios de edad más o menos avanzada (por lo visto, los viejos no podían tener sexo) o el matrimonio entre viudos. Y, sobre todo, viudas; porque se dice que las cencerradas se aplicaban por igual a hombres y mujeres, pero lo cierto es que eran ellas siempre las más afrentadas, las más insultadas, las más agredidas. La cosa consistía en organizar un estruendo bárbaro, en gritar a las víctimas cosas soeces y degradantes, en perseguirlas por las calles del pueblo y en manosear a la mujer de tal manera que la culminación de la gracia se cifraba en conseguir arrancarle las bragas.
Por esas paradojas de la vida, resulta que, durante el franquismo, las cencerradas estuvieron prohibidas. Pero en 1979 apareció en el pueblo de Amparo el primer alcalde democrático, un tipo del PSOE que era un ex tratante de ganado al que le encantaba esta burla abusiva. Y en 1980 comenzó de nuevo el pitorreo. Varias muchachas del pueblo de Amparo fueron humilladas y toqueteadas por los alegres brutos, mientras las autoridades municipales miraban para otra parte. Hasta que, en 1983, corrió entre los vecinos la noticia de que Amparo, la viuda, estaba embarazada de su novio. Inmediatamente los pitecantropus del lugar le dieron la consabida cencerrada, aunque por lo menos la mujer logró meterse dentro del coche y bajar los seguros, librándose así de un manoseo cierto. Aunque no de los insultos, de la burla y la afrenta.
Y ahora viene lo importante, lo radicalmente diferente: en vez de aguantarse y sorberse las lágrimas, como todas las víctimas antes que ella, Amparo decidió denunciar a siete de los campanillos ante el juzgado. El caso salió en todos los periódicos, se organizó un escándalo a nivel nacional, hubo un ardoroso debate en pro y en contra, cosa que indica el precario nivel de la España de entonces. En 1987, tras cuatro años de dura pelea en solitario, Amparo logró que los mozos fueran condenados a una multa y a la reprensión pública. Y se acabaron las cencerradas. El hilo de la Historia se va tejiendo así, con pequeños actos heroicos de personas modestas que van agrandando, poco a poco, la libertad de todos. Esta España mucho más respirable en la que ahora vivimos es el producto de las lágrimas, el coraje y la lucha de gentes tan comunes y a la vez tan extraordinarias como Amparo. Desde este pequeño rincón os doy las gracias.
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