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COLUMNISTAS
Columna
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El ruido y la música

Sostiene Daniel Barenboim que el sonido es efímero y que tiene una relación muy concreta con el silencio: "Del mismo modo que los objetos son atraídos al suelo, también los sonidos son atraídos al silencio, y viceversa". Naturalmente, el ilustre pianista y conductor de orquesta habla de sonidos nobles. Notas musicales que componen movimientos; que dan forma a tercetos, pavanas, sinfonías, conciertos, arias, dúos, coros, oberturas. Nocturnos, cuartetos, sextetos, concertantes, solos. Puede que el silencio sea lo bastante fuerte para atraer hacia sí a las notas musicales, abrir su bocaza y sepultarlas momentáneamente, hasta que aparece de nuevo la intrusa, la milagrosa, la prodigiosa interpretación: un sostenido acorde de violín, el enérgico hundimiento de una tecla que retumba como una voz del alma.

Pero el silencio no tiene nada que hacer contra el ruido. Los ruidos desafían al silencio, que, asombrado ante tantísimo morro, trata de atraerlos para imponerse al menos durante un tiempo razonable, al menos para poder disfrutar de su victoria y brindar por los viejos tiempos.

Los ruidos, tal como hoy son puestos en práctica e incluso reverenciados, han ganado la batalla física al silencio, la guerra material. Y el silencio nos queda como metáfora literaria: "El resto es silencio", por ejemplo. No, si hubiera un resto de silencio en alguna parte, yo no estaría aquí escribiendo emparedada entre los rugidos del tráfico, al otro lado de mi balcón, y los aullidos del caos, que se da cita en la galería posterior, donde cada cual hace su obra y pega sus alaridos; ni tendría que aguantar que lleguen hasta mí los nada sutiles preparativos de los cafés, bares y restaurantes de los alrededores. Es decir, arrastrar de sillas metálicas con sus chirridos invencibles; entrechocar de platos y vasos. Y los portazos de la ciudadanía.

Si hubiera silencio, yo saldría a buscarlo y le haría serias proposiciones. Quédese conmigo, Señor Silencio. Venga a visitarme de cuando en cuando. Los desafinados de la caótica cotidianidad serían más llevaderos, si mantengo la esperanza de sus esporádicas comparecencias.

Entretanto, dejaré de acariciar con el máximo cuidado las teclas de mi ordenador y me pondré a aporrearlas severamente, no sea que mis semejantes vayan a tomarme por imbécil, o, lo que es peor, vayan a pensar que soy diferente, que algo habré hecho, que mi falta de predisposición a arrastrar muebles o a taconear no es sino una reprobable muestra de que no comulgo con los planteamientos generales de la humana comunidad.

Tal vez poblamos el silencio de ruidos que inventamos cada día (y con los que mantenemos una especie de lanzamiento de equilibristas, como si jugáramos con ellos haciendo figuras en el aire) en la creencia de que si nos detenemos, si nos escuchamos, el mundo se volatilizará. Y que una catástrofe peor que la de oírnos demasiado, la de saber quiénes somos, nos empujará a la inseguridad y el desconsuelo.

Con todos mis respetos para el maestro Barenboim, creo que su frase puede aplicarse hoy al silencio: "Del mismo modo que los objetos son atraídos hacia el suelo (escribo yo, corrigiéndole modestamente), también los silencios son atraídos hacia el estado general de ruido, y no hay viceversa posible". Por ello, algunas personas como yo hemos decidido que la música es el único silencio al que tenemos acceso y, con la ayuda de auriculares sin cables (o los preciosos mini Bang & Olufsen que se agarran a mis orejas y me transmiten los temas acumulados en la inmensa discoteca de mi MP10), intentamos pasar por esta vida con el mínimo sobresalto posible.

Cierto que ello no soluciona nada, pero serena mucho. Naturalmente, como una no es ajena ni extraña a su entorno, esporádicamente la furia sonora penetra en mi guarida fetal, interrumpiendo, pongamos, el laúd bagdadí de Naseer Shamma, o al propio Barenboim, en su briosa dirección del Réquiem de Verdi). Pero enseguida vuelvo a la música pegada al tímpano.

Es decir, al silencio posible, en un tiempo de ruidos frenéticos.

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