Grandes ideas, pobres resultados

¿Qué ocurriría si viviéramos con un chip implantado en nuestro nacimiento que fuera capaz de atesorar todas nuestras vivencias para que alguien, un montador profesional, dejara a nuestra muerte un decoroso vídeo para uso de los deudos? Este arranque, de sorprendente originalidad, sirve para que Omar Naïm, libanés con residencia en EE UU, deje constancia de tan sólo una cosa: de cómo a partir de una idea brillante, un posterior desarrollo sin gracia puede malograr una propuesta atractiva. Porque lo que sigue no es lo que cualquiera podría suponer, una sagaz puesta en cuestión de los conceptos de privacidad y vida pública, la degradación de los sentimientos o, en fin, los límites de nuestra humana experiencia. No: Naïm parece más interesado en dar a toda esa materia prima la apariencia de un thriller más o menos convencional, con enfrentamientos entre montadores (en ese mundo futuro, el personaje clave es quien manipula esos recuerdos y los limpia de enojosos excesos). Con lo cual, a la postre, pierde a los dos públicos potenciales del filme: aquel que se entusiasma con la primera mitad y el que va a ver la película llevado por su atractivo cartel de estrellas, que andan aquí más perdidas que un esquimal en el Sáhara.