El odio
¿De dónde viene el odio? ¿Quién lo maneja? ¿Qué es lo que hace que personas de aspecto normal se comporten "como si no existieran más que el sudor y el asco; / como si sólo ansiáramos nutrir con nuestra sangre / las raíces del odio", según escribió el poeta argentino Oliverio Girondo en su libro Persuasión de los días, de 1942. Hoy que se conmemora el 60º aniversario de la liberación de Auschwitz, la palabra odio saldrá en todos los periódicos, correrá como un pez negro por la tinta de los titulares, le añadirá su sabor amargo a cada una de nuestras palabras y entrará en nosotros como el veneno que los conspiradores echaban en el oído a los reyes shakespearianos. Pero, ¿de dónde viene el odio y en qué transforma a los que lo sienten? ¿O el odio no cambia nada? ¿O es que sólo funciona por combustión, como un carburante oscuro que se prende al aparecer ante nuestros ojos lo odiado y se apaga cuando lo odiado se va o se extermina? ¿Es verdad que algunos oficiales nazis lloraran al volver de un horno de cremación, mientras leían a Rilke o escuchaban a Wagner?
Ayer, al mirar las fotos de la manifestación de la Asociación de Víctimas del Terrorismo que debía haber llenado de solidaridad desde la plaza de Cibeles a la puerta del Sol pero la llenó de un odio ciego; al fijarme en las caras de esas personas de manos crispadas y rostros descompuestos por la ira que increpaban a los políticos socialistas, reconocí a una persona: era uno de los miembros de la Junta Directiva del Partido Popular en Las Rozas y era, también, alguien de quien yo fui vecino casi toda mi vida. Una persona cariñosa, siempre amable, a quien por transparencia volví a ver mil veces saliendo y entrando de la casa de sus padres a la de los míos; alguien a quien he visto crecer a la vez que a mí mismo, de quien sólo me separó durante más de veinte años una pared, con quien hace poco me encontré en el cementerio de Las Rozas, donde los dos íbamos a poner unas flores sobre las tumbas de nuestras familias. ¿Por qué estaba ahí? ¿Por qué en esas fotos no parecía ella? ¿Qué o quienes la habían llevado a un metro del ministro Bono para gritar, empujar?
El odio es una enfermedad moral, y por lo tanto sólo se puede manipular con argumentos de su misma clase, enfermizos e inmorales. Por ejemplo, con la mentira o la indecencia. Leyendo la carta que un jefe del PP de Madrid le mandó a sus compañeros de formación, en la que escribía que "el motivo" de la manifestación no era "otro que expresar la protesta de la ciudadanía por las excarcelaciones de asesinos etarras, gracias al Código Penal que el Gobierno socialista aprobó y a su incapacidad actual para evitar su salida de las cárceles", la verdad es que a uno no se le ocurren otras palabras más adecuadas que ésas: mentira e indecencia. ¿Es que no sabe todo el mundo que ha sido justo al revés? ¿Es que no acaba de impedir la Audiencia Nacional la inminente excarcelación de un etarra que iba a quedar libre tras 18 años de estancia en prisión y teniendo una condena de casi tres mil años? ¿O eso no importaba al redactor de la carta y los que la toleraron? ¿Y las víctimas del terrorismo? ¿Le importaban algo? Parece que no. Claro, ¿cómo iban a importarle, si lo único que aprendieron el 11-M algunos de los que jaleaban los manifestantes de Madrid fue que había dos tipos de muertos, los que hacían ganar elecciones y los que hacían que se perdieran? La premio Nobel polaca Wislawa Szymborska también tienen un poema sobre el odio en su libro Fin y principio, de 1993: "Miren qué buena condición sigue teniendo, / qué bien se conserva / en nuestro siglo el odio. / Con qué ligereza vence los grandes obstáculos. / Qué fácil para él saltar, atrapar. / No es como otros sentimientos. / Es al mismo tiempo más viejo y más joven. / Él mismo crea las causas / que lo despiertan a la vida". Parece escrito ayer mismo.
Tengo que ir a ver a mi antigua vecina. Me gustaría regalarle ese libro de Szymborska, pero sobre todo el de Oliverio Girando, que en otro de sus poemas los define a los dos: "No soy yo quien escucha / ese trote llovido que atraviesa mis venas. / No soy yo quien pasa la lengua entre los labios, / al sentir que la boca se me llena de arena. / No soy yo quien espera, enredado en mis nervios, / que las horas me acerquen el alivio del sueño, / ni el que está con mis manos, de yeso enloquecido, / mirando, entre mis huesos, las áridas paredes. / No soy yo quien escribe estas palabras huérfanas". Yo sé que a ti te pasó lo mismo. Porque ni tú ni esta ciudad sois así. Te lo digo con todo el cariño del mundo.
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