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Tribuna:LA POLÍTICA FISCAL
Tribuna
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La reforma de la imposición sobre la renta

La implantación de un tipo único en el IRPF sin ampliar la base del impuesto con la inclusión de las ganancias patrimoniales se traduciría en una mayor regresividad, según el autor.

Durante las últimas semanas han ido apareciendo en la prensa diaria, a retazos, los perfiles de una reforma del impuesto sobre la renta que, al parecer, se encuentra en proceso de elaboración. Así, hemos podido leer que se maneja la idea de reducir o de eliminar, incluso, las actuales deducciones de vivienda y planes de pensiones; se ha hablado, asimismo, de ampliar la base del impuesto para hacerlo más neutral y equitativo, incluyendo las ganancias de capital que hoy se gravan separadamente; y se ha mostrado también la intención de sustituir a la actual escala de gravamen por un tipo único, situado por debajo del actual tipo máximo, que operaría acompañado de un generoso mínimo exento.

Las reformas que se manejan no mejoran la equidad del IRPF y tampoco lo simplifican
Si se dispone de un patrimonio elevado, se puede eludir legalmente el impuesto sobre la renta

Quisiéramos en las líneas que siguen contribuir al análisis y discusión de las reformas en estudio que acabamos de referir, y para ello nada mejor, en nuestra opinión, que partir de una descripción breve y estilizada de cómo funciona en la actualidad nuestra imposición sobre la renta para poder valorar adecuadamente, en su contexto, las reformas que se proponen.

Como sucede en la mayor parte de los países desarrollados, la imposición sobre la renta en España se ha construido sobre el concepto de renta fiscal acuñado por Haig-Simons en la primera mitad del pasado siglo, que irían incorporando los países europeos a partir de la Segunda Guerra Mundial. La idea es muy sencilla: sabemos que los ingresos obtenidos por una persona, por ejemplo su sueldo, puede dedicarlos alternativamente a gastos de consumo o puede ahorrarlos. Podríamos, por consiguiente, decir que la renta de una persona es igual a la suma de sus gastos de consumo más la variación registrada en el valor de su patrimonio. El concepto de renta fiscal de Haig-Simons parte de esta idea conocida y aceptada, si bien nos advierte que el ahorro corriente no es la única causa por la que puede variar el valor de un patrimonio. También variará si aumenta el valor de sus componentes; pensemos, por ejemplo, en unos inmuebles o en unas acciones que se aprecian en el mercado, o si su titular recibe una donación o resulta beneficiario de una herencia. En todos estos casos, el valor del patrimonio también aumentará y, por tanto, si no queremos introducir discriminaciones injustificadas, deberíamos otorgar el mismo tratamiento fiscal a todas las vías de acrecentamiento patrimonial tanto si proceden de los ingresos corrientes como si tienen su origen en ganancias de capital, en donaciones o en herencias. Ésta es, pues, la idea básica.

Por razones históricas, la plasmación institucional de esta idea ha llevado a la generalidad de los países, y también en nuestro caso, a utilizar dos impuestos que, desde esta perspectiva, serían complementarios. Por una parte, el impuesto de sucesiones y donaciones, que grava los acrecentamientos que tienen este origen y, por otra, el impuesto personal sobre la renta, que sería el encargado de gravar las restantes vías de acrecentamiento patrimonial, esto es, los ingresos corrientes y las ganancias de capital.

Sin embargo, si repasamos nuestro impuesto sobre la renta, comprobaremos que no grava, como debiera, todas las ganancias de capital. Grava, con un tipo fijo, únicamente las ganancias de capital "realizadas". No así aquellas otras ganancias registradas en elementos patrimoniales que no han sido enajenados y permanecen, por tanto, en el patrimonio del sujeto. Esto significa, dicho claramente, que en la actual conformación legal de la base del impuesto no se incluye una parte de la renta fiscal de los sujetos, una parte, por cierto, que no significa lo mismo para todos ellos. Las ganancias de capital no realizadas pueden representar para los contribuyentes con grandes patrimonios una porción muy relevante de su renta fiscal. En ocasiones, la mayor parte de la misma. Pensemos, por ejemplo, en un sujeto con un patrimonio, digamos, de 60 millones de euros (10.000 millones de pesetas) cuyo valor ha aumentado a lo largo del año, en términos reales, un 7%. Además, el sujeto de nuestro ejemplo tiene ingresos por 600.000 euros (100 millones de pesetas). En total, pues, la renta fiscal de este contribuyente sería de 4.800.000 euros (800 millones de pesetas), de los cuales, tan sólo 600.000 euros (100 millones de pesetas) pasarían a la base del impuesto, esto es, algo menos del 15% de su renta fiscal, quedando sin tributar el 85% de la misma. En cambio, para contribuyentes con patrimonios modestos o, sencillamente, sin patrimonio, las ganancias de capital no realizadas carecerán de significación y habrán de pagar por la totalidad de su renta fiscal.

Como vemos, la base del impuesto sobre la renta excluye legalmente del gravamen a una porción de la renta fiscal, exclusión que, normalmente, será mayor en los niveles altos de renta que en los bajos, donde puede incluso desaparecer. Esta circunstancia, como es evidente, puede alterar radicalmente la progresividad formal del impuesto y convertirlo, de hecho, en un impuesto proporcional e incluso regresivo, si se compara lo realmente pagado por cada contribuyente con su renta fiscal. Este resultado, que para algunos pudiera resultar sorprendente, se ve agravado en nuestro caso por el tratamiento otorgado en el impuesto sobre sucesiones y donaciones a los acrecentamientos de este origen que es notoriamente más benigno al que recibirían si se gravaran, junto con los demás acrecentamientos, en el impuesto sobre la renta.

Así pues, con el sistema fiscal vigente, como vemos, si se dispone de un patrimonio suficientemente elevado, se puede eludir legalmente el impuesto sobre la renta de una parte sustancial de la misma y después trasladar, vía herencia, todo el patrimonio acumulado a los herederos, sin pagar nada. Es más, utilizando los beneficios fiscales existentes para las "empresas familiares" tampoco los herederos tendrían que pagar el impuesto de sucesiones por los bienes recibidos. De esta forma, la actual configuración del sistema proporciona un camino de elusión legal de impuestos que sólo está al alcance, en realidad, de los poseedores de patrimonios importantes. Esto, que es un hecho, además de ser injusto, resta legitimidad a la hacienda para poder ser exigente con los demás ciudadanos, y debilita, por tanto, sus posibilidades de luchar seriamente contra el fraude fiscal.

Es sobre este mapa sobre el que habrían de situarse las reformas propuestas cuya valoración dependerá de la medida en que puedan contribuir a solucionar los problemas apuntados. Lamentablemente, como veremos, da la impresión de que muy poco.

Las reformas que se manejan apenas amplían la base del impuesto, no mejoran su equidad y tampoco lo simplifican, contrariamente a las pretensiones manifestadas. A pesar del deseo de ampliar la base del impuesto para hacerlo más neutral, siguen quedando fuera de la misma las ganancias de capital no realizadas, pues tan sólo se integrarían en la base las realizadas, que pasarían a tributar al tipo marginal del ejercicio de la realización en lugar de a un tipo fijo, como sucede ahora. Esta ampliación de la base favorecería ciertamente la equidad y la neutralidad del impuesto que, sin embargo, se verían perjudicadas, probablemente en mayor medida, con la introducción de un tipo único que vendría a reforzar la regresividad que introduce la exclusión de las ganancias no realizadas. Como hemos visto, la actual tarifa progresiva del impuesto ejerce un efecto de "compensación" de la regresividad que introduce la exclusión de las ganancias no realizadas. En consecuencia, si sustituimos dicha tarifa por un tipo fijo, este efecto de compensación desaparecerá y se regresivizará el impuesto. Y otro tanto sucedería con la eliminación de las actuales deducciones de vivienda y fondos de pensiones que, al exonerar de la tributación una parte de los ahorros de las personas con rentas medias-altas, medias y bajas, vienen también a compensar, en parte, la ventaja obtenida por los detentadores de elevados patrimonios.

Finalmente, en lo que se refiere a la simplificación del impuesto atribuible a la introducción de un tipo único, no es algo reseñable, al menos desde la perspectiva de los contribuyentes. Así, para calcular la cuota con un tipo único deberíamos hacer una multiplicación y una resta (del mínimo); y, si operásemos con una escala, por muchos escalones que tuviera, el cálculo de la cuota, una vez situados en nuestro escalón, requiere de una multiplicación y una suma. No parece, pues, que existan diferencias apreciables ni que la complejidad, como a veces parece suponerse, tenga nada que ver con el número de tramos de la escala.

Si lo que se pretende es una imposición sobre la renta más equitativa y menos discriminatoria que la actual, la idea de extender la base del impuesto para gravar en igual medida todas las vías de acrecentamiento patrimonial es acertada. Sin embargo, esta pretensión comportaría algo más que incorporar a la base del impuesto las ganancias de capital realizadas. Comportaría, en primer lugar, revisar la actual tributación de las herencias y donaciones para aproximar su carga a la soportada por los otros componentes de la renta fiscal. Una tributación adecuada de las herencias podría contribuir, además, a una política de igualdad de oportunidades para todos los ciudadanos, aproximando sus condiciones de partida a través de mejoras, por ejemplo, en la financiación de la educación.

La otra reforma necesaria tendría que consistir en someter a gravamen las ganancias de capital no realizadas. Todos sabemos que esto resulta complejo hacerlo año a año y tal es la única razón que suele esgrimirse para aplazar su gravamen. No obstante, si no queremos convertir el aplazamiento en una exoneración injustificada, deberíamos gravar las ganancias de capital acumuladas con ocasión de la transmisión hereditaria que, a estos efectos, podría considerarse legítimamente como "realización".

De esta forma, al final de la vida de cada sujeto se le practicaría la liquidación del impuesto por todas aquellas ganancias de capital acumuladas y no realizadas, restableciéndose así la igualdad de tratamiento fiscal sobre todas las vías de acrecentamiento patrimonial.

Por último, en lo que se refiere a la propuesta de introducir un tipo único de gravamen en lugar de una escala progresiva, hay que decir que se trata de una decisión netamente política. Únicamente desde la sensibilidad política del Gobierno -avalada, naturalmente, por el Parlamento- puede decidirse de qué forma, de acuerdo con qué pauta de progresividad, deben distribuirse los costes públicos entre los ciudadanos.

Si contásemos con un impuesto de base amplia, que incluyera, de una u otra forma, todos los acrecentamientos patrimoniales, cabría defender la suave progresividad de un tipo único con mínimo exento. Si además añadiésemos la garantía de una renta mínima generalizada y un cierto reforzamiento de la imposición patrimonial, el tipo único podría defenderlo incluso un socialdemócrata.

De no ser así, resultaría muy duro de defender teniendo en cuenta, como hemos visto, que es difícil evitar la regresividad que tiende a introducir ese tipo único ya que, si hemos de mantener la recaudación y el tipo único reduce el impuesto a los contribuyentes de rentas más altas, habrán de ser necesariamente otros contribuyentes, con rentas más bajas, quienes hayan de soportar la diferencia.

José V. Sevilla Segura es economista.

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