Un mes después
Los humanos deberíamos sacar enseñanzas de las catástrofes naturales. Ojalá que lo hagamos del último y devastador tsunami, el maremoto que asoló, hoy hace justamente un mes, a 11 países de Asia y que ha dejado provisionalmente más de 280.000 muertos y desaparecidos. La primera de esas lecciones es que, pese a que una calamidad nunca puede ser evitada completamente, la ciencia y los avances tecnológicos sí permiten mitigarla. En este caso, si hubiese existido un centro de alerta sísmica en la región golpeada se habrían podido ahorrar muchas vidas.
En el mundo sólo existe un centro de prevención, el del Pacífico, donde mayores sacudidas sísmicas se observan. Sin embargo, el maremoto de las pasadas navidades obliga más que nunca, como así lo ha recomendado la comunidad científica la semana pasada en Kobe (Japón), a la creación de un sistema de control en Asia. Y no sería un despilfarro que lo hubiese también en el Atlántico, el Caribe y el Mediterráneo. Su operatividad sería técnicamente posible en un plazo no superior a un año y medio. Japón, que figura en cabeza de la lista de donantes con más de 500 millones de dólares (España se halla en quinto lugar y el tercero en Europa), se ha comprometido a sufragar al menos la mitad del proyecto.
Esta tragedia permite extraer algunas conclusiones positivas sobre la solidaridad humana. Al margen de los primeros momentos de caos, los egoísmos iniciales, la falta de reflejos o los recelos de algunos de los afectados, la respuesta internacional ha sido la más rápida y mayor en la historia: alrededor de 10.000 millones de dólares en ayuda pública y privada. Puede bastar al menos durante seis meses para satisfacer las necesidades básicas, pero ni mucho menos para afrontar con garantías la ingente tarea de reconstrucción de áreas completamente desaparecidas, especialmente en la región indonesia de Banda Aceh, en el norte de Sumatra, que padece, para colmo de males, un conflicto bélico desde hace tres décadas.
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