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Columna
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Corrupción

Los polis de Asuntos Internos constituyen un filón inagotable para el cine. En las películas unas veces aparecen como tipos comprometidos con la ética frente a la corrupción policial, y otras, como unos gilipollas que se dedican a entorpecer la labor de los funcionarios más audaces. En Hollywood suelen preferir esta última opción que resulta bastante más atractiva para los públicos infantiloides del Imperio. En la vida real, esos policías que vigilan a los vigilantes no suelen perder su tiempo tocando las narices a un agente duro y resolutivo, bastante curro tienen ya con sacar del cesto las manzanas podridas.

Aquí, en España, también hay fruta en esas condiciones, como ha demostrado recientemente el suceso que acabó con la vida de José Manuel Álvarez Pacios, agente de la comisaría de Leganés al servicio de una red de narcos colombianos. Álvarez Pacios les facilitaba información, cobraba pagos, realizaba escuchas y tenía tratos con varias familias gitanas para la distribución de cocaína. Su muerte a tiros cuando trataba de cobrar una deuda de droga permitió destapar en pocas horas toda una trama en la que estaban implicados varios agentes destinados en Madrid.

Esa celeridad, que honra a la Dirección General de Policía al mostrar desde el primer momento transparencia y determinación en no ocultar ningún trapo sucio, pone sin embargo en entredicho la eficacia de su Brigada de Asuntos Internos. Si tan fácil fue a posteriori, ¿cómo no lo vieron a priori? El historial del agente asesinado olía a distancia. Había sido ya investigado por un asunto de extorsiones, ejercía de matón en varios prostíbulos, a pesar de estar de baja desde el mes de junio, y su padre estuvo detenido por vender joyas robadas. Había, en definitiva, suficiente mierda acumulada para que la Brigada Anticorrupción no le perdiera de vista ni un instante. Ni a él ni a sus amigos. Probablemente una comprobación de sus movimientos de dinero, un elemental seguimiento o un pinchazo de teléfono les habría permitido tirar de la manta hace ya tiempo. El jefe superior de policía de Madrid, al que tengo por persona cabal y decente, dijo que "el caso recién descubierto era un pequeño tumor que se ha cogido a tiempo y se va a extirpar". Siento no compartir ese diagnóstico de Fernández Rancaño. Es evidente que fallaron y que, si los sucesos acontecidos la noche de Reyes en Vicálvaro no hubieran terminado a tiros, al día de hoy la trama policial continuaría trabajando para mayor gloria del narcotráfico. La Dirección del Cuerpo no puede darse por satisfecha por haber extirpado la tumoración que descubrió accidentalmente. Ha de hacer un ejercicio de autocrítica, analizar en qué fallaron y mejorar los instrumentos de detección precoz. En España aumenta por días la implantación de mafias extranjeras muy acostumbradas a corromper policías en sus países de origen, y la incorporación masiva de funcionarios en los últimos años ha relajado considerablemente el proceso de selección.

Todo parece indicar que al centenar de agentes que componen el departamento de Asuntos Internos le desborda completamente el desafío. Cobrando lo mismo que cualquier brigada operativa, investigar en Madrid no tiene para ellos el estímulo económico de las dietas por desplazamiento a otras ciudades. Por chusco que parezca, la falta de ese incentivo perjudica notablemente a nuestra región que es, precisamente, uno de los territorios más castigados por el crimen organizado. Además de reforzar los mecanismos de control, los responsables policiales deberían proceder a un rearme moral del cuerpo. Se trata de fomentar internamente la ética profesional hasta desterrar esa nociva cultura corporativista que tapa al compañero corrupto y tacha de chivato al que denuncia su comportamiento delictivo. Con los antecedentes y el modo de vida que exhibieron los agentes que componían la trama, no hay que ser muy sagaz para deducir que más de un camarada de su entorno estaba al tanto o, al menos, sospechaba de sus actividades, y que, por miedo o falta de principios, guardaron un silencio cómplice que, indirectamente, les convierte en culpables. La corrupción policial es una enfermedad socialmente maligna cuyo tratamiento no admite paños calientes ni negligencias profesionales. Un descuido y la metástasis será irreversible.

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