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Nación contra nación

José María Ridao

Resulta sorprendente constatar que mientras por un lado se sostiene que la vigencia del sistema constitucional del 78 durante un cuarto de siglo es motivo suficiente para su reforma, no se destaque, por el otro, que el transcurso de ese mismo plazo, de esos mismos veinticinco años, ofrece ya la distancia y la perspectiva necesarias como para distinguir entre las estrategias políticas que han fortalecido el respeto a las reglas pactadas y las que lo han debilitado. Prolongando esta segunda y hasta cierto punto infrecuente perspectiva, esta recapitulación crítica de nuestra democracia, se observará que, empujados muchas veces por la intuición más que por una convicción expresa, los diversos responsables del Gobierno central han enfrentado el que ha llegado a ser considerado como el principal problema de nuestro país, la tensión nacionalista, desde dos actitudes contrapuestas. Así, ha habido en nuestra democracia quienes se esforzaron por acoger la más amplia gama de opiniones y sensibilidades en las instituciones, de manera que, al ampliar su base, al convertirlas en responsabilidad común, fantasmales controversias como la de qué es o no una nación, o la de qué partes del país cumplen o no los requisitos para serlo, pasasen a un segundo plano ante la gestión política cotidiana. Otros responsables prefirieron, en cambio, convertir las instituciones en expresión de una única opinión y una única sensibilidad, en artefactos militantes de una sola causa, no ya política sino incluso moral, y buscaron compensar la debilidad que esta estrategia provocaba en el sistema endureciendo los modos políticos y, en definitiva, recurriendo a un ordeno y mando cada vez más exasperado y, por lo mismo, condenado a convertirse en mueca cerril, en esperpento.

El extravagante supuesto del que partía esta estrategia, perseguida con tal ahínco durante la anterior legislatura que la simple exhibición de un talante amable, de unos modos sonrientes, es vista, por rechazo, como parte sustancial de un programa de Gobierno, es el de que la mejor manera de contrarrestar los avances del nacionalismo era más nacionalismo. Allí donde cualquier partido pretendiese fundamentar demandas políticas en fantasías historiográficas había que responder, no a las demandas políticas, sino a las fantasías historiográficas, poniendo los poderes públicos al servicio de una visión del pasado que, por lo demás, solía ser establecida por riguroso encargo, como un sombrero a medida. ¿Historia milenaria la suya? Pues más milenaria la nuestra, y a partir de aquí se desencadenaba la tromba de efemérides y centenarios que ha terminado por convertir la política cultural, y no sólo la cultural, en una perpetua exaltación de lo que fue, o mejor, de lo que hoy conviene que hubiera sido. El callejón sin salida al que necesariamente conduce este derrotero se acaba de hacer patente en los últimos días, cuando muchos de quienes han promovido desde institutos y fundaciones filopolíticas la redacción y difusión de miles de páginas en defensa del carácter ancestral de la nación española, la más antigua de Europa, la más grande y aguerrida, proclaman de repente que dos docenas de folios bautizados con el nombre de un gobernante autonómico constituyen nada más y nada menos que un gravísimo riesgo para su unidad. Pero si ésta se basa en la inmemorial epopeya del tiempo y las edades, ¿cómo es que la podría desbaratar un árido documento con mal fundadas pretensiones jurídicas?

Existen sobradas razones para creer que el propósito de contrarrestar el nacionalismo con más nacionalismo ha sido abandonado tras los resultados electorales de marzo, por más que, a la vista de las reacciones que está provocando la aprobación del plan Ibarretxe por el Parlamento de Vitoria, subsistan las dudas de que se haya entendido por qué resultaba imprescindible hacerlo, y además urgente. De hecho, términos consagrados en el contexto de la estrategia de nacionalismo contra nacionalismo, como "deslealtad", "agresión" o "desafío", se han convertido en habituales, con el resultado de inducirnos a creer que lo que hoy se exige de nosotros, los ciudadanos, es orgullo y determinación patriótica, no inteligencia y atención a los matices. Había que abandonar el propósito de contrarrestar el nacionalismo con más nacionalismo, en efecto; pero había que abandonarlo no porque se parta de cuestiones de principio acerca del nacionalismo, sino porque, adoptado ese propósito como estrategia política, traducida en acciones la idea de que el nacionalismo sólo con nacionalismo se combate, el único mecanismo que resta para resolver las controversias que surjan a partir de ese momento es apelar a la "verdad histórica", o a la vehemencia de los sentimientos de identidad, o a la "voluntad del pueblo". Apelando, en fin, a lógicas distintas de la única que ha de prevalecer en democracia: la lógica institucional.

Para ésta, no tiene sentido alguno hablar de plan Ibarretxe ni especular sobre sus secretas motivaciones, por más que los promotores hayan logrado la monumental victoria de hacer que todos los partidos, todos los medios de comunicación y hasta el último y más despreocupado de los ciudadanos contribuyan a dar carta de naturaleza, dentro del sistema constitucional vigente, a una heterogénea amalgama de proposiciones de muy distinta índole, a un amasijo de instrumentos sin más conexión ni más coherencia que estar embutidos en el mismo cajón de sastre, aunque, eso sí, especialmente bautizado para la ocasión. La traducción institucional, estrictamente institucional, de lo que ampara esa expresión, esa criatura de múltiples cabezas que es el plan Ibarretxe, se reduce a algo tan sencillo como que un Gobierno autonómico se dispone a emprender dos iniciativas: una reforma estatutaria, por un lado, y una consulta popular para la que no tiene competencia, por el otro. Y mientras que, en efecto, esta segunda iniciativa, la de la consulta, constituye una deslealtad, una agresión y un desafío a las leyes, indigno de alguien que, como el lehendakari, les debe el lugar que ocupa y el respeto que todos los demócratas le hemos tributado, incluso cuando eso acarreaba linchamientos, la primera iniciativa, la de la reforma estatutaria, forma parte de sus incuestionables atribuciones. Nadie se la puede discutir, incluso en el supuesto de que, como ahora sucede, el lehendakari conciba y haga aprobar por el Parlamento de Vitoria una propuesta de nuevo Estatuto que contenga las más flagrantes alteraciones del vigente orden constitucional. Entre otras razones porque se trata de eso, de una propuesta a la que le falta una parte sustancial de su recorrido, y porque, además, y siempre de acuerdo con las disposiciones de ese mismo or-den constitucional, la comunidad autónoma que preside tiene reconocida la posibilidad de promover su reforma, al igual que el resto de comunidades.

Dentro de la lógica institucional, nada hay de reprochable ni de ilegal en que el Parlamento de Vitoria remita al Congreso de los Diputados el texto que acaba de aprobar; antes por el contrario, se trata de una obligación insoslayable, con la que la la Cámara autonómica cumple tanto si envía la propuesta de Estatuto por correo ordinario, pegando los sellos con saliva, como si desplaza a su presidente con ella hasta Madrid, solemnizando con innecesaria prosopopeya un respeto a los procedimientos que, sin embargo, el lehendakari no descarta vulnerar después. El momento decisivo llega en este punto, y no porque nuestro sistema no tenga prevista la respuesta para lo que, a fin de cuentas, y por más que se hayan declinado ya todos los acentos trágicos posibles, no es más que una ley mal hecha y mal encaminada. Por razones que es más fácil intuir que comprender, se está creando entre los no nacionalistas un estado de opinión favorable a que la preceptiva calificación de la propuesta de Estatuto por parte de la Mesa del Congreso se convierta en un trámite banal, que conviene solventar con ligereza para llegar a lo único que de verdad importaría: un terminante, rotundo, enérgico rechazo del texto aprobado por el Parlamento de Vitoria, manifestado antes de las elecciones autonómicas de mayo.

De este modo solemne -tan solemne como el del presidente de la Cámara autonómica aportando en mano el documento-, los electores vascos, se asegura, sabrán a qué atenerse. O dicho por directo: de este modo solemne, se abrirán las puertas a que la consulta autonómica de mayo se convierta en lo que jamás debería ser: un plebiscito encubierto sobre la amalgama de proyectos colocados bajo la rúbrica de plan Ibarretxe, a la que no cabe encontrar significado institucional alguno. Si triunfan los no nacionalistas, la ambigüedad del sentido concedido a las elecciones les permitirá suponer, de acuerdo con sus propios intereses, que han conjurado un intento de semisecesión, aunque sea de manera momentánea. Pero si son los nacionalistas los que triunfan, entonces interpretarán, porque así le conviene a los suyos, que los electores del País Vasco han desautorizado el rechazo del Congreso de los Diputados al proyecto de Estatuto y, además, que les han concedido la legitimidad para solventar el aparente punto muerto mediante una consulta directa al "pueblo". ¿Alguien recordará entonces que lo único a lo que se ha convocado a los electores es a pronunciarse sobre la composición de la Cámara autonómica y, por consiguiente, sobre el color del Ejecutivo de Ajuria Enea?

Es cada vez más frecuente escuchar la queja de que los nacionalistas siempre aciertan a plantear disyuntivas políticas en las que indefectiblemente resultan vencedores. Desde luego, durante el periodo de vigencia de la Constitución del 78 han demostrado una portentosa habilidad en ese sentido. En realidad, tan portentosa como la capacidad de los no nacionalistas para olvidar que, por lo general, instituciones razonablemente concebidas como las nuestras suelen contener mecanismos para evitar las alternativas saduceas. Los promotores del plan Ibarretxe esperan el no del Congreso a su propuesta para, a continuación, proclamar que nadie puede impedir a los vascos y las vascas -siempre pronunciado así, los vascos y las vascas- decidir sobre su futuro. Y en eso tienen razón, tantísima razón que, precisamente por tenerla, no debería ser el pleno del Congreso el que votara nada, porque no es el derecho de los vascos y las vascas a decidir su futuro lo que está en juego con esta propuesta de reforma llegada de Vitoria. Antes por el contrario, lo que está en juego es el derecho de los vascos y las vascas a decidir, entre otras muchas cosas, el futuro de Navarra, el del sistema institucional de la Unión Europea y, en fin, el de la Constitución por la que se rigen todos los ciudadanos españoles. Y, sorprendentemente, la respuesta a esta pregunta vuelve a ser sí, rotundamente sí: los vascos y las vascas, como parte de los ciudadanos que se rigen por la Constitución del 78, tienen ese derecho, pero siempre y cuando lo ejerciten por la vía en la que todos los que vean alterado su futuro por una iniciativa del Parlamento autonómico puedan pronunciarse. Es decir, siempre que esa iniciativa se ejercite por la vía de la reforma constitucional, a cuyo término existe, en efecto, una consulta popular en la que no es que los vascos y las vascas decidirán el futuro de todos los ciudadanos, como pretende el plan Ibarretxe, aplicando a los demás una medicina que rechaza para sí mismo, sino en el que todos los ciudadanos se pronunciarán sobre el futuro que amablemente les proponen los vascos y las vascas.

Es difícil decidir en abstracto si un cuarto de siglo de vigencia es un plazo que exige, de por sí, una reforma de la Constitución y de los Estatutos. Lo que sí resulta seguro, en cambio, es que se trata de un periodo más que suficiente como para que todos hayamos aprendido que una cosa es la lógica institucional y otra la lógica política, y que en democracia es imperativo no mezclarlas. Puede que existan múltiples intereses para que el pleno del Congreso se pronuncie con rotundidad sobre una reforma de la Constitución tramitada como reforma de un Estatuto. Pero el papel de la Mesa, el papel de las instituciones, el papel del que no se debe disponer por cálculos de unos y de otros, es hacer que contenidos y procedimientos sean acordes, devolviendo el documento al remitente -que podrá recurrir al Tribunal Constitucional- en caso contrario. Minusvalorar la necesaria calificación legal que decide con la ley en la mano si los documentos llegados al Congreso deben acceder a votación parlamentaria, crear el precedente de que cualquier contenido es abordable mediante cualquier procedimiento por la simple razón de que una escenificación en el Pleno resulte beneficiosa, es empezar a cavar el agujero por el que se precipitarán sin duda las instituciones. Pero en el que tarde o temprano acabará sumergiéndose la política y, entonces, nos veremos ante un quimérico aunque irresoluble antagonismo de nación contra nación.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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