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Reportaje:LA EUTANASIA CLANDESTINA

La segunda muerte de Ramón Sampedro

La confesión de Ramona Maneiro destapa las heridas abiertas hace siete años por el suicidio asistido del tetrapléjico gallego

"Cuando lo haga, José, será cuestión de segundos", tranquilizaba Ramón Sampedro a su hermano mayor. "Una inyección y se acabará todo". En conversaciones con los suyos, Sampedro describía muchas veces su ideal de una muerte digna y dulce: mecido por la solemnidad del Tannhäusser de Wagner, en la habitación donde pasó 29 años de su vida, con el verdor de los prados y una franja grisácea de mar asomando por las dos ventanas del cuarto, rodeado de sus familiares y bajo supervisión médica. El derecho a morir así era lo que reclamaba Sampedro y lo que le negó la ley. Por eso se abocó a una muerte furtiva y más dolorosa de lo que había previsto: de madrugada, en un piso de alquiler, escondido de los suyos y sorbiendo cianuro delante de una cámara de vídeo. Todos los que querían a Ramón aún tienen incrustada la amargura de aquella escena, removida estos días tras la confesión pública de una amiga del fallecido, Ramona Maneiro, de que fue ella quien le puso el vaso con el veneno.

"Quería demostrar que era capaz de hacer lo que quería. Por las buenas o por las malas"
Describía a los amigos su ideal de una muerte digna y dulce. Pero fue furtiva y dolorosa
"Por lo que se ve en el vídeo la agonía duró más de media hora", dice José Sampedro
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Ramón no pudo cumplir la promesa de que su familia sería la primera en saberlo. A José Sampedro le despertó el teléfono a las tres de la madrugada del 12 de enero de 1998. Era Vilma, una brasileña residente en Grecia, una de esas tantas mujeres llegadas desde cualquier parte que se acercaban a Ramón y ya no se separaban de él. "Acababa de llamarla para decirle que estaba a punto de beber el cianuro", relata José. "Al principio, no quería que nos avisara a nosotros. Luego lo pensó mejor y le dijo: 'Bueno, no les va a dar tiempo de llegar hasta aquí". Desde un mes antes, Ramón se había instalado en un piso de Boiro, a 25 kilómetros de la aldea de Xuño, en el municipio coruñés de Porto do Son, donde había vivido con su padre, su hermano, su cuñada y sus tres sobrinos desde que en 1968 quedó tetrapléjico por una zambullida fatal en el mar.

Antes de marcharse, Sampedro había hecho algunas confidencias a la familia. Un amigo de Barcelona le mandaría el cianuro, y Ramona Maneiro lo ayudaría a morir. "Sabíamos que estaba dispuesto, pero nos resistíamos a creerlo", explica una de sus sobrinas, Manola. Cuando en el amanecer del 12 de enero de 1998, tras la llamada de la brasileña Vilma, José llegó al piso de Boiro, encontró a un médico que inspeccionaba el cadáver de Ramón, aún con la boca y los ojos entornados. "Por lo que se ve en la cinta de vídeo, la agonía duró más de media hora", comenta José entre cabeceos de lamentación. Ramona Maneiro, según ha confesado ahora, estaba detrás de la cámara y tuvo que retirarse al cuarto de baño porque "no esperaba que resultase tan duro". Una copia de la cinta de vídeo, que Sampedro había grabado para exculpar a los que le ayudaron y que fue entregada en el juzgado, llegó semanas después a la televisión, nadie sabe cómo. Las cadenas estaban ofreciendo sustanciosas recompensas para quien entregase las imágenes de Sampedro muerto. La familia fue un espectador más del pase televisivo de los últimos momentos de Ramón. Su padre, que entonces tenía 92 años, "se puso loco", recuerda Manola. A partir de ese momento, se pasaba el día sentado en la puerta de casa mascullando: "¿Pero a quién hizo daño Ramón para merecer todo esto?".

Durante años, Sampedro bromeaba con su padre:

-De paso que voy yo, ya puedes venir tú conmigo.

-Si tú tienes prisa, vete cuando quieras, pero a mí no me invites, le replicaba él.

Pero al resto de la familia y a los amigos íntimos, Ramón les aseguraba siempre que demoraría su decisión hasta que el padre muriese. A su hermano José incluso le había dicho alguna vez que esperaría hasta los 60 años -el pasado día 5 hubiese cumplido 61-, cuando avanzara el deterioro físico. Tampoco pudo respetar esa promesa. Y al padre, dice José, "se le metió el demonio en el cuerpo y ya no se le pudo quitar". Murió dos años después que su hijo.

Mientras todo el mundo trataba de disuadirle, Ramón nunca cesó en la búsqueda de una "mano amiga". Con cada recién llegado, ensayaba un ritual invariable. Le pedía un cigarrillo o se lo ofrecía él mismo, entablaba una larga conversación sobre el sentido de la vida y de la muerte y al final siempre espetaba el latigazo: "¿Y tú me ayudarías?". A Pepe Vila, su amigo de juventud, convertido hoy en un activo integrante de la asociación Derecho a Morir Dignamente (DMD), se lo pidió incontables veces. "Tienes razón en lo que reclamas, pero yo no quiero quedarme sin tu presencia", le replicaba Pepe. Y entre bromas y veras, Ramón le llamaba "egoísta" e "hipócrita".

Cuenta la familia que un hombre llegado desde A Coruña fue el primero en decirle que sí. Pero se echó para atrás. Luego se presentó la periodista catalana en la que se basa el personaje de la abogada que interpreta Belén Rueda en la película Mar adentro. Entre ambos se creó un fuerte vínculo afectivo -"más incluso que en el cine", afirma un amigo- y ella, que sufría el avance imparable de una esclerosis múltiple, le ayudó a preparar su libro Cartas desde el infierno. En un momento dado, la mujer le comunicó que estaba dispuesta a morir con él. Hasta que la disuadió su marido. Por esa época, a finales de 1996, acababa de aparecer Ramona Maneiro.

En los años transcurridos desde la muerte de Sampedro, a Ramona le han perseguido las ironías en el mercado, en la calle y entre sus propios amigos. "¡Ahí viene la matahombres", le decía la gente. "Pero siempre como una broma", asegura ella. "Nunca he visto que a nadie le pareciese mal lo que yo he hecho, porque comprendían que fue lo que me pidió Ramón. Aunque ahora me intenten poner de lagarta, nadie me ha hecho reproches jamás". Y eso que lo sabía todo el mundo, incluida la familia de Sampedro, que estos días llegó a calificarla de "asesina" bajo el efecto de las heridas reavivadas por la confesión pública de Ramona en un programa televisivo. "La pudimos denunciar en su día y tampoco quisimos", admiten, ya más repuestos de la indignación inicial, el hermano y la cuñada de Ramón. "Podíamos haberle contado a la Guardia Civil lo que él nos había dicho antes de marcharse de casa. Y, sin embargo, nos callamos, porque sabíamos que a él no le hubiese gustado. Dijimos simplemente que creíamos que era ella, pero que no teníamos pruebas. Ahora bien, no la queremos ver delante".

Cuando Ramona se presentó ante Sampedro, era una mujer corneada por la vida. Nacida en un municipio de la zona, A Pobra do Caramiñal, fue madre a los 18 años y abuela a los 36. Tras un matrimonio roto que le dejó dos hijos, volvió a quedarse embarazada de un hombre que la abandonó para casarse con otra antes de nacer el bebé. El cierre de la fábrica de conservas de pescado donde trabajaba la dejó sin ingresos para sustentar a su familia. Pero Ramona es de esa clase de mujeres resistentes al infortunio. Los ojos azul celeste de Sampedro la miraron un día desde la televisión, y decidió ir a verle sin más presentaciones. Quedó deslumbrada con aquel hombre "sabio y sensible", como ningún otro que hubiese conocido antes. En contra de su costumbre, Ramón no le hizo la gran pregunta en su primera conversación. "Me lo pidió la segunda vez y en el momento no supe qué decir", recuerda ella. Pero se decidió muy pronto: "Yo no soy de las que piensan mucho las cosas. Me lanzo a la vida, me gusta volar. Y me di cuenta de que darle a Ramón lo que pedía era un acto de amor".

Sampedro no dejó escapar la ocasión. Prescindió de Wagner y de la inyección que garantizaba la muerte plácida. Y dejó atrás a la familia tras un doloroso forcejeo. Manuela Sanlés, la cuñada que se pasó casi 30 años "limpiándole la mierda", como decía él con amargura, la mujer a quien dispensó trato preferente en su testamento, se sintió tan herida por su marcha que ya no quiso verle más. ¿Por qué lo hizo en aquel momento, si su padre aún estaba vivo, si le faltaban seis años para alcanzar los 60, si el cianuro era la única alternativa a su alcance? "Por venganza", dice su hermano José. "Para demostrarles que él era capaz de hacer lo que quería. Y como no le dejaban por las buenas, lo hizo por las malas". "Sí, se puede decir que fue como una venganza", corrobora su amigo Pepe Vila. "Una venganza contra las burlas de los tribunales. Sabía que la batalla judicial estaba perdida y veía que le respondían con argumentos que insultaban su inteligencia. Alegaban defectos de forma, porque no se atrevían a decirle que no sin más. Se comportaban igual que ovejas, como solía afirmar él". Con Ramona dispuesta para el acto final de ponerle delante un vaso con una pajita, Sampedro se afanó en diluir responsabilidades. Entregó a todo el mundo copias de las llaves del piso, repartió tareas entre sus amigos, multiplicó los encargos. "Hasta es posible que yo, sin ser consciente, hubiese colaborado en algo", se sonríe Vila.

La cuñada Manuela mantiene el cuarto de Ramón intacto como un santuario. Allí siguen los aparatos que él se había inventado para escribir con la boca, sus discos, sus libros, sus diplomas, un barco fabricado con huesos, una petaca forrada de tela... En la mesita de noche, el manuscrito del mensaje de despedida que dejó para ellos -"Querida familia, os pido que me perdonéis..."- y, sobre la colcha blanca, un ejemplar de Cartas desde el infierno. Tras la muerte de Ramón, la casa se ha alegrado con el nacimiento de tres niños, hijos de su sobrino Luis, el que fabricaba los artilugios ideados por su tío tetrapléjico para contestar al teléfono o sostener el cuello en una silla de ruedas. Los niños llaman al cuarto que nadie ocupa "la habitación del padrino". La mayor, que tiene seis años, ya ha empezado a entender que ese padrino ausente fue un ser humano nada común. En la vida y en la muerte.

Ramón Sampedro, en una imagen tomada en 1994.
Ramón Sampedro, en una imagen tomada en 1994.ÓSCAR PARÍS
Ramona Manerio, en Boiro.
Ramona Manerio, en Boiro.LALO R. VILLAR
Manuela Sanlés, ante su casa de Xuiño, en Ribeira.
Manuela Sanlés, ante su casa de Xuiño, en Ribeira.LALO R. VILLAR

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