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IDA y VUELTA
Columna
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La belleza del ayer

Para entendernos, el centro de mi memoria afectiva está en el paseo de Sant Joan de Barcelona. Ahí pasé los años más decisivos en la vida de toda persona. Y los pasé con la sensación constante de que mi infancia sabía muy bien lo que quería, quería salir de la infancia. Yo, en cambio, no quería salir del paseo de Sant Joan. A veces me pregunto si no me habré quedado allí. Decía Saint-Exupéry que uno es de su infancia como lo es de un país. Mi infancia, en cambio, como era más libre que yo, se marchó de aquel polvoriento último rincón del mundo que fue mi paseo durante los años de la posguerra.

Precisamente porque en aquellos años era el último rincón del mundo, me chocó mucho -debió de ser hacia 1985- encontrarme en la revista mexicana Vuelta con unas ilustraciones de una serie de lienzos del gran pintor mexicano Vicente Rojo que llevaban como título general el nombre del paseo barcelonés. ¿Qué hacía mi infancia en México? El misterio se resolvió en los años noventa cuando conocí al pintor y supe que era sobrino del general Rojo, el último jefe del ejército de la República. Vicente había nacido en el pasaje de Alió, junto al paseo de Sant Joan, y hasta los 11 años (después se fue a vivir a México) había pasado allí su infancia.

Me dijo Rojo que un día, al regresar a Barcelona, volvió al paseo, volvió al escenario de su memoria y, situándose en lo alto del mismo, a la altura del bar Alaska, concretamente delante de la estatua del economista Guillem Graell, vio una perspectiva sorprendente: en primer plano, el Cuervo, alias mosén Cinto Verdaguer, elevándose por encima del Arco del Triunfo y, por encima del arco, el mar azul de su ciudad. Y me dijo Rojo que de pronto, mientras contemplaba la fascinante perspectiva, vio pasar un buque blanco, que a la larga iba a inspirarle todos los lienzos dedicados al paseo.

Yo no sabía que podía verse el mar desde lo alto del territorio de mi infancia. Al día siguiente fui al paseo y me situé en el punto de mira que me había indicado Rojo y vi que sólo desde ese sitio podía verse la fascinante perspectiva y estuve allí no sé cuánto rato hasta que por fin, por encima del arco y de la columna del mosén, vi pasar yo también un buque blanco, y me emocioné.

El pasado día de Sant Esteve, en un frío día de invierno, Joan de Sagarra me invitó a comer en su casa del paseo de Sant Joan, donde, dicho sea de paso, tiene colgado en la sala de estar uno de los lienzos de Rojo. No había taxis y fui descendiendo a pie hacia el paseo y, al entrar en él por la parte de arriba, encontré inexcusable que no me situara junto a la estatua del economista y volviera a buscar el buque blanco. Me esperaba la sorpresa trágica de una perspectiva rota. Ya no puede verse el mar desde lo alto del territorio de mi infancia. La construcción, junto al mar, de un rascacielos impide cualquier visión de un buque blanco. Ayer fui en taxi al Arco del Triunfo y desde allí seguí a pie, en línea siempre recta, hasta el rascacielos que crece junto al ahora invisible mar. Se trataba de averiguar qué clase de hotel en construcción está destrozando la perspectiva. Se desató un fuerte viento que parecía querer arrojarme del escenario principal de mi memoria. No es un hotel lo que construyen, sino la torre de Gas Natural. Ya sé que no lo hacen deliberadamente, pero deberían saber que la belleza de una ciudad proviene a veces de perspectivas no obvias y a veces hasta secretas. Las ciudades que encontramos horrendas lo son porque están llenas de secretas perspectivas, todas rotas. Ahora el arte de los lienzos de Rojo queda como último testimonio de la belleza del ayer.

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