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Columna
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Mutantes (o no)

Una amiga y yo decidimos soplarnos una botella de Mas Perineo antes de salir a realizar las últimas compras reglamentarias para los días de fiestas que, al leerme ustedes, habrán pasado ya, gracias al cielo. No lo bebimos para darnos ánimos (aunque lo necesitábamos), sino literalmente a la salud de la persona que me lo había regalado: Joan Manuel Serrat, cantautor y amigo y propietario de las vides que le han dado la primera cosecha de este excelente Priorat del 2002 que ahora nos sirve para desearle lo mejor a Juanito; es decir, todo lo bueno que merece en esta nueva etapa.

Pues bien, algo achispadas acudimos a la típica tienda de obsequios varios del Eixample, regentada por una mujer de treinta y tantos que tiene buen gusto y precios decentes. Al poco de empezar a elegir piezas ya habíamos entablado una tertulia bastante inteligente que pasaba por Mar adentro, lo que hay que regalar a los cuñados (gracias sean dadas a que los hombres tienen cuello: corbatas y bufandas pueden alternarse a lo largo de toda una vida repleta de inapelables días de Reyes) y el cotejo de los últimos libros leídos por cada una. Allí estábamos, disfrutando como zorras maduras, cuando entró un muchacho. Vestía de negro y escuchaba música, dedujimos, porque llevaba auriculares y marcaba el ritmo no con el cuerpo, sino con los zapatones. Potón, potón, potón.

-Auh, euh -articuló, llevándose una mano a la cabeza y trazando círculos con el índice-. Auh, euh… ¿Tienen de esto, cómo se dice, de esto que llevan las, auh, euh, chicas?

El joven mutante siguió haciendo aspavientos, y yo, que tengo esta mala lengua, pregunté, ladina:

-¿Quieres decir sombreros?

-Cállate -mi amiga, considerablemente más buena o pava, me propinó un codazo-. Quiere decir una banda, una cinta.

-Ah, ¿eso no es para hacer gimnasia? Mira que venir a una tienda de complementos a comprarla.

-Cállate -insistió mi amiga, que me quiere.

El chico se largó, decepcionado -auh, euh- y sin dejar de marcar el ritmo o lo que fuera con sus pisadas.

-Son otra cosa -comentó la dueña del comercio, lacónica-. Yo ya no entiendo ni a mis hijos.

Cuando acabamos de comprar allí, mi amiga y yo, lanzadas, decidimos ir a por el flas de mi Minox digital, ya que el distribuidor acababa de avisarme de que ya lo tenía en su poder. Qué quieren: siempre quise tener una minileica, y ahora que las hacen para tontas no me voy a privar. El caso es que aterrizamos en la popular calle Pelai, una especie de Preciados, situada (para quien no conozca Barcelona) en el cogollo comercial de la ciudad, cerca de Fnac, El Corte Inglés y la fuente de Canaletas.

Había oscurecido y Pelai lanzaba destellos no sólo por la iluminación navideña, sino que gran parte de la calle, sobre todo en la parte más cercana a la antigua universidad, está atiborrada de comercios dedicados a proporcionar los más diversos aparatos relacionados con las nuevas tecnologías. Y los escaparates destellaban la plata y el aluminio de las carcasas de cámaras, móviles, reproductores de música, agendas portátiles y también cuantos aparatos cumplen todas estas funciones y algunas más que no se me ocurre ni imaginar. La acera estaba atiborrada de gente. Jóvenes, todos. Fantásticamente guapos, altos, o bajos y feos pero con gracia, en grupos o moviendo los zapatones en solitario, con o sin auriculares, vivaces y gregarios a la vez.

La tienda era un gran almacén lleno de vitrinas, repletas de todo tipo de cámaras y accesorios. Tuve la sensación de que nunca más volvería a ver letra impresa.

-Qué cosa más guapa -comentó una dependienta, examinando la pequeña cámara que yo había llevado conmigo-. ¿Cómo estamos de píxeles?

-Auh, euh -mascullé.

A la salida, mi amiga y yo contemplamos al juvenil gentío con desaliento.

-Nos hemos quedado atrás.

La animé:

-En un mundo sin electricidad, nosotras duraremos más tiempo. Leyendo a la luz de las velas y bebiendo vino de Serrat.

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