_
_
_
_
Tribuna:LA RIQUEZA DEL PASADO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Para qué una obra como ésta?

La aparición de una historia universal siempre constituye una buena noticia. Por supuesto, es obligado que sea rigurosa y que no margine episodios o mundos sin los cuales cualquier reconstrucción del pasado no sería sino una burda caricatura, pero no es necesario, para que le demos la bienvenida, que su autor o autores pretendan competir con gigantes cuyos nombres y recuerdo se eleva por encima del tiempo, a veces, cierto es, más por las tesis generales que sostuvieron en sus obras que por los datos que aportaron en ellas. Nombres como Herodoto, el padre de la historia, o, no nos remontemos tan atrás, Leopold von Ranke, Jacob Burckhardt, Lord Acton, Arnold Toynbee (es obligado recordar su famosa A Study of History, en la que describía la aparición y declive de 23 civilizaciones), Edward Gibbon, Johan Huizinga, Fernand Braudel, o el estadounidense William H. McNeill (todavía vive), cuya obra magna, The Rise of the West: A History of the Human Community (1963), muy influida por Toynbee, espera todavía a que algún benemérito editor la haga publicar en español.

Más información
EL PAÍS publica una 'Historia Universal'

Evidentemente, leer a cualquiera de estos gigantes -o a otros que podría, y acaso debería, haber nombrado- constituye un enorme placer y reporta innumerables beneficios, pero no es imposible que con cierta frecuencia lo elaborado de sus tesis, la finura y matices de sus manifestaciones, lo complejo de sus reconstrucciones y refinado de su metodología y bases historiográficas constituyan un manjar demasiado exigente para muchos lectores. Semejantes inconvenientes se ven radicalmente disminuidos con historias preparadas por equipos que se suben, como dijo Newton de sí mismo, a hombros de gigantes; esto es, que han utilizado la inmensa bibliografía histórica disponible. Historias, además, en las que las ilustraciones complementan los textos en formas y números habitualmente ausentes en las obras de los grandes historiadores.

Habrá quien diga que de esta forma se rebaja a la historia, o, mejor, que así no se fomenta la excelencia, pero al argumentar de semejante manera se deja de lado un punto central: el de lo absolutamente necesitados que estamos hoy de que se difunda, de la manera más extensa posible, el conocimiento de la historia universal. Y es que vivimos en una época y en un mundo en el que cada vez es más difícil identificar de dónde venimos... y no digamos ya, imaginar hacia dónde vamos, o querríamos ir. Sumergidos como estamos en un aparentemente todopoderoso -y no infrecuentemente agobiante- mundo globalizado, se están perdiendo referentes culturales al igual que morales que otrora nos ayudaban en la compleja empresa de vivir. Naturalmente, no es necesariamente malo que desaparezcan viejos patrones sociales -la historia ha demostrado con creces cuán benéfico y liberador fue desprenderse (mediante, por cierto, mecanismos y procesos que aprendemos a través de la historia) de lo que no eran sino mitos sostenidos simplemente por la ignorancia o los intereses de unos pocos-, pero no menos perjudicial es vagar por el tiempo y el espacio, consumiendo nuestras vidas desamparados de cualquier horizonte comunal. Por otra parte, somos capaces de hacer tantas cosas que nuestros antepasados ni siquiera imaginaron -por ejemplo, acceder, rápida y fácilmente, a tales cantidades de información; viajar a lo largo y ancho del planeta; combatir múltiples enfermedades; o asomarnos, a través de las imágenes que nos suministran telescopios o sondas espaciales de todo tipo, a casi los confines del universo, incluyendo el acceso a las huellas (radiación del fondo de microondas) de la Gran Explosión, el Big Bang, que tuvo lugar hace 13.500 millones de años y de la que surgió nuestro Universo-, que no es imposible que surja en muchos la idea de para qué interesarse por el pasado, por las ideas y vidas de aquellos predecesores nuestros que ignoraban todo lo que nosotros sabemos, y a los que resultaba imposible hacer todo lo que nosotros podemos hacer. Nada más erróneo, peligroso y aburrido que pensar de tal manera. La historia, y en este caso sobre todo la historia universal, nos enseña tantas cosas, alberga tantas y tan benéficas lecciones, y entretiene tanto, que se la debe cuidar como el jardín más precioso y delicado. No es, por cierto, la menor, ni la menos actual, de esas lecciones la del papel que la historia universal puede desempeñar en la lucha contra falsos o caducos nacionalismos, surgidos con frecuencia del peor mal que conoce la historia: el de ser inventada, o falsificada, con vistas a apoyar intereses particulares. En ese mundo globalizado del que hablaba anteriormente, nada mejor que la historia universal para que seamos realmente, y de pleno derecho, "ciudadanos del mundo".

Hay que tener la sensibilidad muy abotargada para no estremecerse con el relato, en cuya reconstrucción técnicas biológico-moleculares se están mostrando cada vez más útiles, de la historia que llevó a los Homo sapiens desde África a prácticamente todos los rincones de la Tierra, y en la que tuvieron lugar hechos, del tipo de la invención de la escritura, el desarrollo de la agricultura o de la imaginación artística, sin los cuales es imposible comprender qué somos, qué hemos llegado a ser. Sumergirse en el estudio de las primeras culturas mediterráneas, conocer quiénes eran -y cómo eran- egipcios, babilonios, sumerios, asirios, fenicios, indios o chinos no constituye un mero ejercicio de erudición, del que sería siempre posible prescindir; muy al contrario, nos sirve para conocer todo tipo de elementos que todavía nos acompañan. Si de muestra sirve un botón, recordemos que hacia el cuarto milenio antes de Cristo los sumerios, un pueblo que se instaló en el valle entre el Tigris y el Éufrates, desarrollaron un sistema de numeración basado en la agrupación en sesentenas o potencias de sesenta, y que este sistema sería transmitido, por mediación de los babilonios y luego de los griegos y los árabes, en la expresión del tiempo en horas, minutos y segundos, y en la de los arcos y ángulos en grados, minutos y segundos. En cuanto al sistema decimal, el que finalmente más se extendió, acompañándonos hasta la actualidad, se han encontrado rastros de su utilización en épocas y escenarios no muy alejados del de los sumerios: cuando, con la ayuda de la Piedra Rosetta, descubierta en 1799 durante la expedición napoleónica a Egipto, se pudo descifrar la escritura jeroglífica egipcia, se encontró que su sistema de numeración, que data de hace unos 5.000 años, estaba estructurado según la base 10, aunque empleando símbolos que hacían muy engorrosa su utilización.

¡Y qué decir de griegos y romanos! Sin ser conscientes de lo que ellos lograron, en ámbitos como la ciencia (la matemática muy en especial), la filosofía, el lenguaje, el derecho, la tecnología o la política, seríamos como vagabundos en un mundo que no nos pertenecería. De hecho, durante muchos siglos el griego y el latín desempeñaron un papel fundamental en la educación de Occidente. Su estudio, que no se limitaba a la lengua sino que iba acompañado por el de su literatura e historia, tenía diversas, y muy positivas, consecuencias. En buena medida, esos estilos y tradiciones educativas se han perdido en la actualidad, bajo muy diversos tipos de presiones sociales. La historia universal puede y debe aliviar esta triste situación.

Ahora bien, no debemos olvidar, como hicieron tantos de nuestros predecesores occidentales (incluyendo entre ellos no pocos historiadores, eminentes incluso), que la historia de la humanidad no se reduce a Occidente. Una historia universal que se precie no puede marginar la China de Confucio, Lao Tse, Buda o el emperador Qin Shi Huangdi, uno de los mayores héroes guerreros que haya habido jamás (entre sus logros se encuentra el de haber iniciado la construcción de la gran muralla china), el Japón antiguo y medieval, las culturas e imperios precolombinos, los imperios medievales de Sudán, la India, o el mundo árabe, sin el cual, por ejemplo, la maravillosa ciencia griega no habría llegado a la Europa medieval. De nuevo, no se trata únicamente de conocer mejor cómo fue el pasado, sino, asimismo, de ser capaces de entender y valorar mejor a los otros, algo especialmente necesario en el mundo actual, y más aún, seguramente, en el que viene. Es conveniente, en este sentido (al igual que en otros), recordar lo que Josep Fontana escribió en un magnífico manual (Introducción al estudio de la historia; 1999): "En los últimos veinte años las esperanzas de un progreso continuado, que alcanzaron su máximo en los años gloriosos de crecimiento económico, expansión del Estado de bienestar y descolonización que siguieron al final de la Segunda Guerra Mundial, se han desvanecido y, al tener que enfrentarnos a un futuro incierto, nos hemos visto obligados a examinar el curso de la historia para ver cuál había sido la causa de nuestro engaño. Hemos tenido que desentrañar mejor las fuerzas complejas que actúan en ella y hemos llegado a descubrir que no hay una sola corriente de progreso irrefrenable, como habíamos creído, sino un haz de trayectorias diversas que se combinan y se contraponen y que podrían haber dado resultados finales muy diferentes".

Lo mencionado hasta ahora no es, evidentemente, más que una pequeñísima parte de los infinitos tesoros que esconde una historia universal. La lista de capítulos de los que sería posible extraer jugosas, y actuales, lecciones sería interminable. Habría, por ejemplo, que recordar lo que significó ese maravilloso periodo que llamamos Renacimiento, o lo que fue la conquista de América, la revolución científica, el periodo de los siglos XVI y XVII en el que se sentaron, gracias a la obra de hombres como Copérnico, Vesalio, Galileo, Kepler, Newton o Harvey, las bases de la ciencia moderna, la Ilustración, con todos sus sueños y logros racionales, la Revolución Francesa, la Independencia (y la Constitución elaborada subsiguientemente) de Estados Unidos, el auge y decadencia del colonialismo, la revolución industrial que cambiaría el mundo, aunque no siempre para mejor, o todo lo que sucedió durante los siglos XIX y XX, con sus profundos cambios (a veces terribles dramas) políticos y revoluciones científicas (química orgánica, electromagnetismo, teoría microbiana de la enfermedad, psicoanálisis, relatividad, física cuántica, ADN). Pero, como digo, no es posible. Simplemente, celebrar la difusión de una nueva historia universal, lo que es tanto como celebrar la vida, de todos y de todos los tiempos. Y también a la propia historia, disciplina intelectual importante donde las haya. Disciplina en la que pasado, presente y futuro se conjugan en formas de las que no podemos prescindir. Y es que como escribió Benedetto Croce en 1938, "la cultura histórica tiene por fin conservar viva la conciencia que la sociedad humana tiene del propio pasado, es decir, de su presente, es decir, de sí misma; de suministrarle lo que necesite para el camino que ha de escoger; de tener dispuesto cuanto, por esta parte, pueda servirle en lo porvenir".

José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_