Meditando palabras

El artículo de Luis Mateo Díez La voluntad de las palabras me devolvió a mi infancia, cuando de la mano de mi padre nos cruzábamos, a la misma hora, con el paso apresurado de otro escritor de provincias. Mi padre apenas lograba detenerle unos instantes para felicitarle o comentarle su artículo en la prensa diaria. Desde mi estatura de niña percibía el nerviosismo de aquel hombre "asaltado" en su paso presuroso, inclinado hacia delante para salir corriendo, mientras acercaba el cigarrillo a sus labios de manera compulsiva. "Siempre va deprisa, meditando palabras, pero es una pena que fume", decía mi padre, pensando que con este "vicio" enfermara y le privara así de la lectura de sus artícu-

los. "El escritor es un creador, un inventor, que escribe no sólo para interpretar la realidad, sino para construirla con sus palabras", seguía diciendo.

Con el tiempo, he intentado comprender ese trabajo sobre las palabras y en las palabras. Ese restregarse a los obstáculos, confrontándose al mundo, que es cuando la lengua adquiere un cierto temple y se fortifica hasta el punto de convertirse en lenguaje. El escritor, en el fondo, escribe por ver a la lengua encarnarse, humanizarse, clarificarse, y también por traicionarse, sembrar la duda, recuperarse, sorprender, dejando ver lo que no dice y diciendo lo que no sabe. El escritor debe de estar enamorado de las palabras.

En realidad, todos deberíamos experimentar gratitud cuando comprobamos que al posar nuestros ojos en una palabra logramos descifrarla sin pena, o que cuando queremos expresar algo, al tomar un lápiz, volcamos lo que queremos decir como si fuera tan natural como parpadear, bostezar o girar la cabeza. Las palabras están ahí, esperando ser conquistadas, como nos señala Mateo Díez, para organizarse de una y mil maneras, proponiéndonos una construcción, un espacio, una estructura, que se somete a nuestra reflexión.