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Neoindividualismo y desigualdad

Las actuales estrategias de la globalización de mercado y del capital están dando lugar a la concentración de sectores de gran riqueza, junto a grandes masas de miseria y a un gran número de población mundial superflua y desprovista de derechos. Hasta 1960 había en el mundo un rico por cada 30 pobres; hoy la proporción es de un rico por cada 80 pobres. La Organización para la Agricultura y la Alimentación (FAO), en su último Informe anual contra el hambre denuncia, entre otros muchos datos, que cada año mueren por hambre más de cinco millones de niños menores de cinco años y que en los países ricos más de nueve millones de personas pasan hambre. La ideología neoliberal del mercado reduce la vida humana a un mero análisis de costes y beneficios que desemboca en un individualismo sistemático basado en el cálculo de las ventajas individuales obtenidas dentro de un grupo social. Todo ello encamina a los seres humanos hacia un neoindividualismo posesivo y consumista que configura la base antropológica y social de nuestra época. Si bien el individualismo fue uno de los grandes logros de la modernidad, ahora el neoindividualismo imperante pretende reducir y simplificar toda posible visión compleja e integral del ser humano.

Esta ideología se transforma en un factor poderoso de desintegración y descohesión social, ya que va dejando carente de vínculos sociales a un amplio sector de la población mundial, que pasa a convertirse en una especie de nuevos parias de la civilización global. Los nuevos excluidos del mercado global tienen una característica en común: su falta de capacidad económica para el consumo, su imposibilidad de llegar a ser una especie de "consumidor universal" o transnacional; en una palabra, su prescindibilidad para el sistema. El consumo o, mejor dicho, la capacidad económica para consumir -basada en una lógica individualista y competitiva-, se convierte actualmente en el criterio más importante de inclusión o de exclusión social. El neoindividualismo consumista quiebra la conciencia de clase social, fragmenta la sociedad e incluso privatiza el propio vínculo social. La desigualdad ya no representa sólo un mecanismo ideológico de relación jerarquizada que se integraba socialmente mediante la existencia de derechos de contenido redistributivo y mediante la aspiración al "interés general" de las relaciones de producción capitalistas. Ahora el neoliberalismo la ha convertido en un factor determinante de la exclusión social. Quien no resulta competitivo en la lucha económica es eliminado definitivamente de ella.

El resultado de este proceso es, en mi opinión, un neoindividualismo radical, de carácter posesivo y consumista, que puede resumirse en la ética del enriquecimiento privado por encima y a costa de todo. No importan ya los medios legítimos o ilegítimos (tráfico de drogas, de mujeres, de menores, de órganos humanos, de armas, o corrupciones políticas, empresariales y fiscales) mediante los cuales se llega a la adquisición de un estatus económico; lo único que importa es tenerlo, ya que el neoindividualismo ha hecho desaparecer también toda posible reprobación social y moral de dichas conductas. Practicamos ahora un individualismo sin mala conciencia que acaba desembocando en un nihilismo destructivo, donde los objetos nos marcan exteriormente y donde se premia la posesión de riqueza, se criminaliza la pobreza y la ganancia privada se eleva a valor supremo. Este neoindividualismo posesivo se desdobla, a su vez, en lo que, paradójicamente, se podría denominar como individualismo de la desposesión, que es aquel que deriva de los efectos negativos que la sociedad global arroja sobre la mayoría de las personas: ausencia de trabajo, precarización del mismo, incultura, inseguridad y desprotección institucional. Tras ello lo que existe es una ética de la desesperanza y del "sálvese quien pueda".

Lo más preocupante es que el neoindividualismo privatista aspira a convertirse en una nueva ética universal y homogénea, perfectamente difundida por los monopolios mediáticos. Su universalidad moral se difunde frente a cualesquiera otras éticas, como las éticas ecológicas o las antiecologistas, las animalistas o antianimalistas, las feministas o las antifeministas, las pacifistas, etc. En una palabra, estamos ahora ante la universalización de un individualismo ya anunciado por Thomas Hobbes, que se basa en el criterio del imperio de la ley del más fuerte y abandona a los seres humanos a su insegura gestión de los riesgos de alimentación, salud, educación, vivienda, trabajo y condiciones del mismo, vejez, enfermedades, discapacidades y seguridad. El neoindividualismo destruye la dimensión colectiva, solidaria y democrática de las relaciones sociales, rompe los vínculos de integración e instala a los seres humanos en una cultura de la satisfacción y del consumo inmediato. Asimismo, sacraliza la competitividad como base antropológica de las relaciones entre individuos y produce una incomunicación o una especie de autismo social entre los seres humanos de consecuencias hasta ahora imprevisibles.

Es el triunfo de la privacidad sobre la colectividad. Según esta lógica, la gestión de las consecuencias sociales perversas de la globalización (paro estructural permanente, falta de cobertura social de las situaciones carenciales o de riesgo, conflictividad y violencia social, pobreza, repliegue cultural, analfabetismo, enfermedad, radicalización étnica, inseguridad) se traslada del ámbito público al ámbito de la responsabilidad individual y, consecuentemente, a la gestión individual o, en el mejor de los casos, a la ayuda familiar. La sociedad deja de ofrecer mecanismos institucionales y universales de integración social, seguridad, solidaridad y, consecuentemente, abandona a las personas a su solitario, inseguro y mercantilizado destino. Las soluciones colectivas y solidarias ya no parecen factibles. La competitividad individual dentro del mercado es la única salvación posible.

De ahí deriva la paradoja central de nuestras sociedades globales: en el momento en que la economía de libre mercado se mundializa y se transforma de modo acelerado gracias a la utilización de unas tecnologías y unos medios de transporte y de comunicación nuevos, el ser humano deja de proyectarse hacia el futuro, pierde elementos de seguridad, de identidad de clase y busca un fundamento en el pasado, en un deseo ahistórico, en identidades perdidas o en nuevas y, a veces, lejanas espiritualidades religiosas. Además, busca un discurso político que le legitime en ese sentido. Por eso, cuando nuestras estructuras societarias reducen los mecanismos de redistribución del poder social entre todos sus miembros, surge con más fuerza la reivindicación de la preservación de las diferencias y de las identidades culturales, étnicas o religiosas. Esto puede provocar una ruptura de los tradicionales vínculos solidarios, participativos y distributivos de la integración social, favoreciendo la tendencia a la radicalización cultural, étnica, comunitaria, urbana, religiosa o, en general, identitaria de los grupos socialmente vulnerables y fácilmente manipulables por sectores ideológicamente conservadores.

Es precisamente en momentos de fragmentación social y de privatización del vínculo social cuando hay que estar más atentos al papel de regulación y de integración social que juegan, por ejemplo, las religiones y las instituciones que las gestionan, como ha quedado demostrado en las últimas elecciones presidenciales en EE UU, con la movilización religiosa (evangelista, fundamentalmente) a favor de los valores morales defendidos por George W. Bush. Sucede con frecuencia que cuando las religiones transcienden su ámbito privado, para impregnar la vida social, cultural y política, y suplantan los tradicionales mecanismos laicos de regulación social, tienden a basarse en una manera intolerante de interpretar su propio mensaje religioso, que conduce a posiciones integristas y fundamentalistas. No olvidemos, además, que todo fundamentalismo, sea del tipo que sea, tiene su origen en el miedo irracional al pluralismo y a la diferencia. Por eso hay que apelar de nuevo a los mecanismos laicos y públicos que conllevan integración e igualdad social.

María José Fariñas Dulce es profesora titular de Filosofía del Derecho de la Universidad Carlos III de Madrid.

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