"Esto es peor que 20 años de guerra"
El 'tsunami' deja reducida a la nada la costa noreste de Sri Lanka, desangrada por un violento conflicto entre tamiles y cingaleses
Desde el domingo pasado, Saroya Devi con sus dos hijas, su marido y otros siete familiares viven bajo un plástico sujeto a la tierra por seis palos junto a la carretera entre Trincomale y Nilaveli, en el noreste de Sri Lanka. Tienen tanto miedo a que vuelva la gran ola que no quieren regresar al campamento de refugiados en el que habitan desde hace 20 años. "Esto es peor que la guerra", dice Saroya al recordar la furia con que la gran ola se llevó todo lo que había por delante mientras ellos corrían tierra adentro. Cingalesa, Saroya huyó con su familia de Kuchaveli, un pueblo en plena región tamil, el día que las granadas lanzadas por los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) contra una comisaría pegada a su casa la dejaron sin vivienda.
Las tiendas siguen cerradas por si vuelve la ola y las calles se han llenado de barcas
La comunidad civil se ha volcado en la ayuda sin tener en cuenta la etnia de las víctimas
El tsunami engulló aldeas enteras de esta zona, segó centenares de vidas y dejó sin futuro a decenas de miles de habitantes del distrito de Trincomale, el único del país en el que se mezclan casi en el mismo porcentaje las tres comunidades principales de esta isla del Índico: cingaleses, 75% del total de la población de Sri Lanka; tamiles (15%) y musulmanes (10%). Al igual que Saroya, muchas personas están ahora doblemente refugiadas: por la gran ola y por el enfrentamiento entre la guerrilla del LTTE y el Ejército cingalés, desatado al principio de la década de los ochenta.
El equipo español de Médicos del Mundo que ha llegado a esta zona se ha sorprendido del "grado de terror" que se ha apoderado de la población, convencida de que antes o después volverá a levantarse otra muralla de agua dispuesta a arrastrarles. Teresa González, presidenta de esta ONG en España y una de los nueve miembros de Médicos del Mundo que han comenzado a trabajar en Trincomale -cinco franceses y cuatro españoles-, sostiene que "en unas semanas van a tener que hacer frente a serios problemas de salud mental debido al miedo atroz que se ha adueñado de los damnificados".
Apenas se puede circular por la deteriorada y estrecha carretera costera. Decenas de jeeps, furgonetas y camiones venidos del interior del país y conducidos por sus dueños reparten entre los afectados comida, agua, ropa y lo que han podido recoger entre familiares y compañeros de trabajo. Como Ranatundra, dueño de una plantación de té en la zona central de la isla, o como Suvari Alubiharé, empleada del Banco Nacional, que van con sus todoterrenos distribuyendo arroz, té, medicinas y ropa. La sociedad civil se ha volcado de inmediato en las víctimas sin tener en cuenta, por primera vez en muchos años, a qué etnia pertenecen, mientras las organizaciones humanitarias internacionales apenas han comenzado a llegar a la zona y las instituciones gubernamentales brillan por su ausencia.
De Velur, una aldea de pescadores cercana, sólo se puede decir que existió. Tenía 110 casas, pero no quedan ni los escombros. Sólo la mezquita, con sus puertas, ventanas y tejado arrancados, da testimonio del paso del tsunami. Tahid Mohamed, de 40 años, no sabe qué lamentar más: si la pérdida de su barca o la de su casa. Tiene cinco hijos y ningún medio para alimentarles.
Los musulmanes son la comunidad más pobre de Sri Lanka. La mayoría de las viviendas de Velur eran de madera y uralita. Como en el mundo al revés, restos de uralita alfombran ahora la parte más interior de la aldea. Trozos de techo convertidos en suelo de gentes que como Tahid y Rous Abdul, de 23 años, sienten que se han quedado sin futuro porque el mar les robó sus instrumentos de trabajo. Rous tenía un tuk-tuk, el taxi-triciclo típico de este país.
El temor a perder el medio de ganarse la vida se palpa a primera vista en el pueblo de Tricomale, la cabeza del distrito. Las tiendas permanecen cerradas a cal y canto para que si vuelve la ola no se lleve las mercancías y las calles se han llenado de barcas. Las que no se llevó el mar han sido colocadas a refugio en el interior del pueblo. Nadie piensa de momento en hacerse a la mar, pero cuando el hambre apriete quieren tener recursos para saciarla.
Ravi Thamdar, de 35 años, está tan traumatizado por lo ocurrido que cuesta mucho convencerle de que cuente su experiencia. Jefe de relaciones públicas del hotel Nilaveli, el mejor del distrito, se encontraba en su puesto cuando una masa de agua formidable se precipitó sobre el establecimiento. "Afortunadamente la mayoría de los clientes estaba desayunando y tuvo tiempo de huir. Los que aún no se habían levantado tuvieron peor suerte: murieron nueve turistas -siete nacionales y dos indios- y un empleado. Otra veintena resultó herida".
El hotel Nilaveli parece un cuadro surrealista. En su frenética locura de destrucción, la ola dejó colchones colgados de los árboles, habitaciones sin techos y sin la mitad de sus paredes, en las que milagrosamente respetó una mesa con los cajones abiertos. El árbol de Navidad está semienterrado entre bloques de hormigón, muebles desvencijados y suciedad, pero en lo alto del hall de entrada, protegido por lo que queda de tejado y por estar de espaldas al mar, un Papá Noel sigue, ajeno a la tragedia, deseando feliz Año Nuevo.
En una fantasmagórica representación de cómo el agua volvía al mar, quedan restos de los ríos abiertos entre la destrucción por los que arrastraba personas y cosas y dejaba a los lados una siembra de destrozos. Ayer, sin embargo, las olas lamían suavemente la orilla, como inocentes que nada tienen que ver con los crímenes cometidos por su hermana mayor.
La mayoría de los empleados del Nilaveli trata, en sus casas, de recuperarse del trauma sufrido, pero la vida continúa y una cuadrilla de 40 voluntarios, que trabajan en Colombo para la misma compañía hotelera, ha comenzado a limpiar la zona. En un descanso, Ramin, de 28 años, sube con la agilidad de una ardilla cocotero arriba hasta llegar a los frutos. Saca una navaja y, uno a uno, los enormes cocos verdes van cayendo al suelo. Susante les corta de un hachazo la esquina superior y todos los compañeros apagan con gana la sed, bebiendo de los improvisados vasos llenos de leche de coco.
Ravi Thamdar es tamil y está convencido de que la catástrofe vivida "ha roto la barrera que existía entre las comunidades de Sri Lanka". Confía en que este tremendo golpe de mar sirva para crear una concienciación de acercamiento entre todos los habitantes y consolidar "para siempre" el alto el fuego decretado por los tigres hace tres años.
Rafael Conde, embajador de España en Nueva Delhi, que se desplazó a Colombo para hacer entrega de 12 toneladas de ayuda de la Agencia de Cooperación, abordó durante su entrevista el viernes con la presidenta, Chandrika Kumaratunga, la necesidad de retomar las conversaciones de paz interrumpidas hace seis meses. "Hay que tratar de impulsar a un tiempo el proceso de recuperación con el proceso de reconciliación", dijo. "La ruptura de la inercia neutra" que sufre la paz en la zona sería vista con satisfacción y apoyada con rotundidad por la Unión Europea, añadió Conde.
Pese a lo poco que ha avanzado la consolidación de la paz, la tregua se refleja en una sensible mejora de la situación económica del país. En especial en este distrito de Trincomale, mucho más atrasado que el resto de Sri Lanka, se asistía a un renacer. El tsunami truncó las esperanzas de bienestar.
De momento, las 35.000 personas que se han quedado sin hogar se han refugiado en 25 campamentos improvisados en escuelas, iglesias y centros de acogida, que coordina el padre Dyes, párroco del distrito y director de Cáritas. Dyes alaba la impresionante respuesta de la sociedad ante la catástrofe, pero indica que los medios son muy limitados y que quienes tienen casa, aunque esté dañada, tendrán que irse porque los campamentos están saturados y no podrán aguantar así más de dos semanas.
Conforme aumenta la presencia en la zona de equipos de las organizaciones internacionales el énfasis se pone en la reconstrucción. Enterrados los muertos, son los supervivientes los que cuentan y los que en su desesperación sueñan con recuperar la esperanza.
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