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LA LUCHA CONTRA EL TERRORISMO
Columna
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Escuchar exige un esfuerzo

Soledad Gallego-Díaz

La pena es una de las pocas cosas que tienen todavía el poder de callarnos. Y no hay congoja mayor que la que describió William Shakespeare:

"La pena llena la habitación de mi hijo ausente

Yace en su cama, camina arriba y abajo conmigo,

Se pone su bella cara, repite sus palabras,

Me recuerda cada una de sus corteses maneras,

Llena el vacío de su ropa con sus formas,

Y entonces tengo una razón para sentir afecto por mi pena".

Han pasado nueve meses desde los atentados del 11-M y en las vidas de los familiares y amigos de quienes murieron la pena es, quizás, más honda que nunca. El miércoles todos pudimos compartir durante unos minutos ese dolor y esa rabia que son, en definitiva, lo más justo de esta terrible historia. Mucho más de lo que lo será nunca una sentencia, como decía D. H. Lawrence.

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Afortunadamente, los miembros de la Comisión parlamentaria del 11-M rectificaron a tiempo su increíble decisión de pedir a los representantes de las víctimas que comparecieran a puerta cerrada. Pero por rápido que rectificaran, quedó la sensación de que el único testimonio que, de verdad, les daba miedo era, precisamente, el de los familiares de los muertos y heridos. Como si la condición de víctima y la pena invalidaran la experiencia y la capacidad de análisis. Esa extraña convicción, instalada sólidamente en nuestra cultura, de que quien sufre necesita de intermediarios para dirigirse a nosotros, de alguien que despoje cuidadosamente sus palabras de sentido y autenticidad.

La Asociación 11-M renunció a esos intermediarios y exigió una comparecencia directa. Hizo además algo magnífico: se dirigió a los comisionados, no a un interlocutor abstracto o indefinido. Interpeló a personas, no a grupos, y les habló de cosas concretas. El discurso fue extraordinariamente duro y detallado. Dijo cosas que probablemente convenía oír en voz alta: que los políticos tienen una irrefrenable tendencia a hablar de ellos mismos y para ellos mismos; que el terrorismo supone el uso cobarde y mezquino de la ciudadanía como arma de guerra; que los medios de comunicación no estamos nunca exentos de la obligación de la verdad y de la responsabilidad para evitar el uso comercial del dolor ajeno o que las víctimas, todas las víctimas, tienen derecho a ser oídas.

Pilar Manjón sentó el miércoles un gran precedente. Por su discurso, que demostraba que existe otro lenguaje, distinto del que emplean habitualmente los políticos y los medios de comunicación; y por su exigencia de participación, del derecho a concurrir en primera persona allí donde se trate de los hechos que dieron origen a su dolor.

La historia y la experiencia demuestran que es injusto, radicalmente injusto, creer que en las manos de quienes cometieron errores u omisiones estaba también la capacidad para evitar los atentados. Los que pudieron evitar la barbarie, según las palabras de Manjón, no fueron quienes cometieron esos errores, sino, precisamente, quienes la llevaron a cabo. Eso no impide, sin embargo, que se exijan responsabilidades a quienes, como consecuencia de esta investigación, se haya demostrado que no cumplieron con su obligación. Como dijo Pilar Manjón, "todos nos quedamos estupefactos al saber quiénes proporcionaron medios y cobertura a los asesinos" o "la escasísima dotación" de los servicios encargados de vigilar la amenaza del islamismo radical.

Los errores anteriores no deben ocultar tampoco los que se cometan después. Algunos, lamentablemente, lo serán por exceso. Otros, la mayoría, por defecto, como el caos burocrático que sigue persiguiendo a los heridos: "Es necesario un informe técnico de los programas sanitarios y del plan de salud mental que ustedes diseñaron. Sin embargo, les hemos visto homenajearse mutuamente y felicitarse por su éxito en congresos y declaraciones donde sólo se escuchan a sí mismos".

De eso se trata fundamentalmente, de eso hablan las víctimas, y los ciudadanos, de que se les escuche. Recordando siempre lo que dijo Stravinsky: "Escuchar exige un esfuerzo; oír únicamente no tiene ningún mérito. También oyen los patos". solg@elpais.es

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