El precio de las gramáticas
Todos los españoles podemos entendernos con suma facilidad en una sola lengua... si queremos hacerlo. Esto no lo pueden hacer los suizos o los belgas. Ni Suiza ni Bélgica tienen lengua común. España sí la tiene.
Por supuesto, en España se hablan varias lenguas; más de las que parece: quienes siendo de Madrid quieran practicar chino o árabe no tendrán que ir muy lejos, bastará con que frecuenten el barrio de Lavapiés o el metro. Sin embargo, y aunque coexistan en nuestro país lenguas con reconocimiento oficial o sin él, el simple hecho de que haya una que prácticamente todos los habitantes conocen, y que es desproporcionadamente grande entre las demás, anula en España la condición esencial de los países genuinamente plurilingües: que no haya lengua común. Vivimos en un país de comunidad lingüística basada en el español, lengua general que contacta con otras en determinadas zonas. No sólo eso: en dichas áreas de contacto el español es, en muchas ocasiones, la lengua más corriente.
Según el informe Conocimiento y uso de las lenguas (CIS / 1999), el 75,8% de quienes viven en la Comunidad Autónoma Vasca "sólo o principalmente habla español" (dicho de otra manera: el vasco es minoritario incluso en la propia CAV). En Cataluña, y aunque ambas lenguas se mezclan en la misma calle, en la misma casa y en la misma habitación, hay más personas que "se expresan principalmente" en español de las que "se expresan principalmente" en catalán: 43% frente a 41%. En el área metropolitana de Barcelona: el 61,7% se expresa en español, y el 37,5%, en catalán. En Baleares, el 50% prefiere el catalán, y el 45%, el español; el 65% de los valencianos "sólo habla español" y el 44% de la población gallega hace lo mismo. En términos generales, el español está cómodamente instalado en las áreas de contacto lingüístico. Esto no tiene nada de anormal. La verdadera anormalidad es no reconocerlo y tratar de explicarlo maltratando la historia.
Vamos a Europa: Francia, Alemania, Italia o Gran Bretaña, entre otros países, están en una situación similar a la nuestra. Son países de comunidad lingüística, pero en cada uno de ellos coexisten varias lenguas (según se cuenten, unas diez en Francia y siete en Alemania).
Las comunidades lingüísticas han ido ganando terreno en Europa de una manera arrolladora desde principios del siglo XIX -el fenómeno es anterior en España- y han reducido a lenguas particulares o redundantes a otras con las que han entrado en contacto. Como explica Florian Coulmas en su libro Language and Economy: "Las grandes comunidades lingüísticas europeas se han creado al adaptarse a la carrera de la industrialización y el desarrollo económico modernos, y al satisfacer unas necesidades de comunicación nuevas exigidas por la industria, el comercio y la economía".
Vuelvo a España. Frente a este proceso de internacionalización lingüística nosotros persistimos desde hace 25 años en otro de signo inverso: un proceso de regionalización. El proceso está inspirado, en particular, por ideólogos afines al nacionalismo o independentistas, aunque han encontrado favorable eco más allá y -lo más paradójico de todo- entre una izquierda que, por su tendencia internacionalista, ha sido tradicionalmente defensora de la "ideología de las lenguas grandes" (lean, si no, a Engels, Lenin, Kautsky o Lomtiev). Hoy día, los ideólogos "normalizadores" o ignoran nuestra situación de comunidad de idioma o la consideran "anormal". Por eso mismo, intentan rebajar la conciencia de lo que más visiblemente caracteriza a los españoles, incluso desde el punto de vista antropológico: que comparten una lengua, su rasgo más evidente de comunidad, como señalaba Julio Caro Baroja. En España, el porcentaje de hablantes-natos de español (en los cálculos menos generosos, el 82% de la población) supera en las estadísticas al de quienes se confiesan católicos, juegan a la lotería o siguen la liga de fútbol, que ya es decir. En realidad, los planes "normalizadores" buscan, en aquellas autonomías donde se ejercen, reducir la presencia del español antes que promover la lengua particular en sí. Como reconoce el profesor Jordi Solé en el informe L'ús del catalá entre els joves (1999), la estrategia consiste en "canviar les normes d'ús establertes (establecidas)" puesto que "normalitzar una llengua implica sempre reduir la presencia de l'altra llengua", o sea, se trata de que la gente no hable tanto español como regularmente habla. Esto no es cosa fácil.
Tales ideas, aunque se materialicen en algunos ámbitos -señaladamente en la escuela y en el mundo oficial-, tropiezan con la realidad popular del español, con su espontaneidad y sobre todo con su peso económico. Peso económico: aquí radica el "quid" de la cuestión.
Lo que estorba el desarrollo e implantación de las otras lenguas de España, el desplazamiento de la lengua común por la particular en las autonomías bilingües y el camino abierto hacia la España plurilingüe (al estilo belga, suizo o canadiense), no es una cuestión ideológica, ni política, ni es el centralismo cerril, ni el franquismo residual: la raíz del caso está en el peso demográfico, económico y comercial del español. Miguel Siguan -autor comprometido con el fomento del plurilingüismo- reconocía que: "La expansión [del catalán, gallego...] encuentra límites por la amplitud del mercado económico al que el español sirve como medio de expresión".
Mi paradigma en este terreno es muy sencillo: España no es plurilingüe, sino que es un país de comunidad lingüística (no es como Suiza o Bélgica, sino como Alemania o Francia mutatis mutandis), y el plurilingüismo no podrá avanzar sin desanudar el entramado de movilidad humana, relaciones económicas, comerciales, de comunicación y transporte de bienes que ya se ha anudado en torno a lo que llamamos español.
Con la palabra español denominados un idioma, claro está, pero español es asimismo una materia de índole económica que, gracias a su carácter de común, genera un porcentaje de nuestro PIB parecido al que produce el turismo, según el estudio de la Fundación Santander Central Hispano / 2003, que coordinó Ángel Martín Municio.
Cuando don Josep Laporte, presidente del Instituto de Estudios Catalanes, nos advierte sobre "la reducida presencia del catalán en el mundo socioeconómico" (La Vanguardia, 28-10-2004) nos advierte sobre una obviedad: hay lenguas que por su peso o condición internacional producen más dinero que otras en la libre empresa, ¿qué lengua, si no, es la más rentable para la industria editorial catalana? La enseñanza del español como lengua extranjera deja en Cataluña unos treinta millones de euros anuales y atrae turismo culto, joven e internacional, ¿se lograría esto con la enseñanza del catalán para extranjeros? ¿Qué lengua ha de usar un empresario valenciano, gallego o vasco que quiera hacer negocios en México, en Chile, en Miami, o viceversa, un chileno que quiera hacerlos en Valencia?
Hay dos hechos que a nacionalistas e independentistas les resulta difícil de asimilar: primero, sus comunidades no son monolíticas, son variadas también en el terreno lingüístico y lo son desde hace siglos; segundo, pretender que una de las lenguas que contribuye a esa variedad, el español, es una rémora impuesta por el centralismo, una lengua "impropia" de su nación virtual, y no una generadora de beneficios humanos y económicos es lanzar cantos contra el propio tejado.
España no podrá ser monolingüe, ni nadie pretende que lo sea; se hablan y cultivan en ella distintas lenguas, ni cuatro ni cinco, sino varias más; es un hecho. Ahora bien, invertir en fragmentación lingüística con el fin de erosionar una comunidad de idioma ya constituida -lo que más o menos se hace en España- es algo ciertamente peculiar en la moderna historia europea, donde la tendencia ha sido la contraria: se ha invertido en comunidad porque son muy pocos los países cuyos habitantes desean pagar dinero para entenderse mal. Incluso un importante ideólogo de la apuesta plurilingüe, el profesor Albert Branchadell, después de razonar con firmeza sobre por qué deberíamos disminuir nuestras atribuciones como comunidad lingüística y transitar hacia el plurilingüismo (Reyes, sexos, lenguas, EL PAÍS, 27-11-2004), concluye reconociendo que la propuesta plurilingüe podría estar planteada "acaso contra la historia".
Personalmente, creo que el proyecto España-plurilingüe se fundamenta en una idea política arriesgada, en el desconocimiento de la relación que liga la economía con las lenguas y en la pretensión de que no somos lo que sí somos: una comunidad lingüística. Y éstas no son objeciones que se desvíen del asunto, como opina el profesor Branchadell, sino que son ¡la médula del asunto! para España y para la Unión Europea porque, en su día, la propia Comisión de Educación de la UE manifestó que "las dificultades de comunicación afectan al desarrollo de las redes de negocio y comercio dentro de la Comunidad" (Boletín, 18-5-1988).
No digo que España no pueda ser plurilingüe mañana, lo que digo es que estará más cerca de serlo cuando a las fuerzas productivas de la economía española no les interese entenderse en la misma lengua, o sea, cuantos más escollos se pongan a la libre circulación de nuestra gente, mercado, comercio y economía más probable será que el plurilingüismo genuino aflore. Pero a las horas que corren en Europa no sé si esto será posible. Ni tampoco sé, si tal meta se lograra alguna vez, qué beneficio obtendrá de ello la inmensa mayoría de españoles.
Juan R. Lodares es autor de Lengua y patria. Sobre el nacionalismo lingüístico en España (Ed. Taurus, 2002).
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