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Columna
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Almuerzo para ratas

Rosa Montero

Dime qué libros tienes y te diré quién eres. Las bibliotecas personales son otra vida de papel que uno va reuniendo a lo largo de los años. Los libros que vas acumulando terminan conformando algo parecido a un esqueleto exógeno, una dura piel de celulosa que dibuja los perfiles de tus días, de tus intereses y tus decisiones, que forma parte esencial de lo que eres del mismo modo que el caparazón forma parte del caracol. Mirando una biblioteca personal antigua, criada a los pechos y los ojos de alguien durante largas décadas, uno puede conocer más profundamente a su dueño que después de varias horas de conversación y confidencias.

Además, las buenas bibliotecas son un tesoro. Hay personas que han dedicado lo mejor de su existencia a construir y completar una colección de libros, como quien hace una colección de obras de arte. A menudo, estas bibliotecas-joya son específicas y se centran en un tema determinado: el teatro, la mística, la literatura medieval. Todas esas bibliotecas personales que hay diseminadas por el mundo son pequeños depósitos de sabiduría, reservas de pasión intelectual, diminutos oasis en un desierto de desgana e ignorancia.

Hasta hace muy poco, el mundo apreciaba las bibliotecas. Acumular libros, sobre todo si se hacía con sentido y pertinencia, era un valor cultural comúnmente admitido. En los últimos años, sin embargo, ese valor ha entrado en crisis. Los libros pesan, ocupan un lugar enorme, exigen una buena catalogación, cuidados y atenciones, y la gente se ha acostumbrado a la información que proporciona Internet, tan vertiginosa y deglutible, ligera como una pluma y susceptible de ser borrada con un solo clic. A decir verdad, yo no creo que el soporte electrónico acabe con los libros de papel, por lo menos con los libros de creación y durante unas cuantas generaciones; pero sí está acabando con las bibliotecas personales, o, para ser más exactos, con su valoración social. En los últimos años he escuchado demasiadas historias tristes de bibliotecas estupendas que, tras la muerte de su dueño, no consiguen encontrar ningún sitio que las acoja y terminan desperdigadas, destrozadas, deshechas. Perdidas para siempre.

Un lector, Pedro Martín, presidente de la Asociación Amigos de la Biblioteca Internacional de Formentera, me ha mandado una lúcida carta sobre una colección de libros extraordinaria que, precisamente, corre el riesgo de perderse por el desinterés y la dejadez. Esta biblioteca es el resultado del trabajo de toda una vida del norteamericano Robert Lewis Baldon, más conocido como Bob el de la Casa de Libros. Baldon residió en Formentera, en donde murió en 1997, a los 77 años, y fue un formidable catalizador cultural. Su biblioteca (que también era su casa) estuvo abierta al público desde 1965; fue un oasis de libertad e inteligencia en los paupérrimos años del franquismo y por allí pasaron todos los artistas e intelectuales de talla que visitaron la isla. Más de cien autores le donaron libros, desde Allen Ginsberg hasta los flamencos Hugo Klaus o Harry Mulisch, perpetuos candidatos al Premio Nobel, y también hubo visitantes ilustres que no procedían del campo de la literatura, como el célebre diseñador Philippe Starck, Nina Hagen, Bob Dylan o miembros de Pink Floyd y de King Crimson. En concreto Dylan encontró allí los libros sobre San Agustín que le ayudaron a componer uno de sus discos más importantes, el John Wesley Harding.

Y es que en la biblioteca de Bob estaba todo, es decir, todo lo esencial, un cuidado compendio de nuestra cultura. En total son más de 25.000 libros en doce lenguas diferentes, volúmenes escogidos con sensatez y criterio. A su muerte, Bob donó ese tesoro al Ayuntamiento de Formentera, que no quiso hacerse cargo del alquiler de la casa-biblioteca, ahora reconvertida, qué destino tan revelador, en apartamentos turísticos. De modo que los libros llevan siete años metidos en cajas de cartón. Un grupo de amigos de Bob, exasperados, constituyeron la asociación de la que Pedro Martín es presidente, y, tras dar mucho la lata, consiguieron que la Biblioteca Municipal acogiera 1.800 volúmenes. El resto anda arrumbado y olvidado en algún almacén, convirtiéndose en podrida pulpa de papel. Tanta vida, tanto esfuerzo, tanta historia y tanta alma, para acabar siendo puro almuerzo de ratas.

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