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Carta abierta a mis vecinos

Antonio Muñoz Molina

Una vez más me llegan noticias de un atropello cometido contra la ciudad en la que nací y sigo llevando en mi corazón y en mi memoria a pesar de la ausencia. Úbeda ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad, pero las autoridades que la gobiernan siguen actuando sobre ella sin el menor miramiento, cometiendo calamidades que destrozan lo mejor que hemos heredado de las generaciones anteriores y que no tienen ningún sentido, ninguna utilidad práctica para quienes viven ahora. Parece que las declaraciones de amor por la ciudad son compatibles con el abandono, incluso con la destrucción. Cada vez que viajo a Úbeda, cada vez que hablo con algún amigo que vive allí, descubro un nuevo destrozo, un despropósito todavía más grave. La plaza de Andalucía, que tuvo un carácter tan singular, tan admirable en la modestia de su escala, ha sido arrasada sin contemplaciones para imponer en ella un espacio desolado y la boca de un bárbaro aparcamiento.

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La rebelión de San Lorenzo

Los bellos árboles que le daban sombra los han sustituido por grotescos maceteros de hierro, más propios de una urbanización sin carácter que de una ciudad histórica. La hermosa fuente, la estatua del general Saro, que atestiguaban la memoria de la ciudad, han sido eliminadas, como para resaltar la grosería urbanística de un aparcamiento que desfigura irreparablemente lo que fue el corazón de la ciudad y ahora es un espacio desolado. Las perspectivas del sur de la ciudad están siendo arruinadas por el abandono en que yacen los miradores de la muralla y por construcciones nuevas que se levantan con una insensibilidad más propia de especuladores sin cultura y sin conciencia que de habitantes de una ciudad histórica. Pintadas groseras que nadie borra ensucian lo mismo la cal de las fachadas populares que la piedra dorada de los palacios antiguos.

Y ahora, en el colmo de la barbarie y del absurdo, la plaza de San Lorenzo, mi plazuela de la infancia, está siendo destrozada igual que lo han sido a lo largo de los años tantas plazas memorables, tantos rincones de una ciudad que ya no existe. Árboles que han dado sombra a varias generaciones han sido cortados en unas pocas horas. El sabio empedrado, el testimonio de tantas destrezas artesanales perdidas, el espacio del trabajo y de las vidas cotidianas de tanta gente, todo está siendo destrozado por una autoridad que parece carecer igual de respeto a la memoria que de conciencia de las necesidades presentes.

La distancia de miles de kilómetros no alivia el dolor, pero al menos la novedad de la resistencia popular contra los nuevos desmanes me da un poco de esperanza. No somos los dueños absolutos de nuestros paisajes, ni de nuestras calles, y menos en una ciudad tan favorecida por la historia como Úbeda. Somos responsables de preservar lo que nos legaron nuestros mayores, y tenemos una responsabilidad idéntica hacia quienes vendrán después de nosotros. En los últimos decenios, por culpa del crecimiento incontrolado, de la ignorancia, del puro abandono, una gran parte del patrimonio de la ciudad de Úbeda se ha perdido. Y que no digan que esa pérdida ha sido una consecuencia necesaria del progreso: se puede progresar sin destruir, como observará quien viaje por pequeñas ciudades europeas, en las cuales el nivel de vida y de desarrollo es muy superior al nuestro, pero que han comprendido que la conservación del patrimonio histórico era la mejor fuente de riqueza sostenida y de prosperidad.

Ser Patrimonio de la Humanidad no es, como parece que entienden algunos en Úbeda, un pretexto más para el orgullo inepto, para el localismo autosatisfecho e ignorante: Patrimonio de la Humanidad significa, sobre todo, una responsabilidad universal, una conciencia de que se nos ha confiado la custodia de un tesoro de cuya integridad y mejora tenemos que dar cuenta. Y el patrimonio no son sólo iglesias, palacios, monumentos históricos: patrimonio es el tejido íntegro del paisaje de una ciudad, sus barrios populares, su relación con el medio natural, el carácter único de una fisonomía que ha tardado siglos en definirse, pero que puede ser destruida sin remedio en muy poco tiempo.

Cuando la autoridad no cumple con su cometido, cuando en lugar de cuidar la ciudad contribuye a destruirla, es lícito que los ciudadanos se rebelen, que muestren su rabia, levanten su voz y cobren conciencia del poder que tienen, y de la responsabilidad que también a ellos les corresponde. ¿Nos vamos a resignar a que nuestra ciudad sea cada vez más vulgar y más sucia? ¿Vamos a permitir que nuestra plaza de Andalucía permanezca tan falta de alma como el aparcamiento de un supermercado? Nadie nos va a devolver ya los álamos centenarios en los que cantaban los pájaros que me despertaban en las mañanas escolares de mi infancia, pero si los vecinos levantamos la voz y abandonamos la resignación y decimos bien alto que no vamos a tolerar pasivamente más atropellos, quizá estamos a tiempo de que no se pierda del todo una ciudad incomparable, una manera de vivir.

Aunque esté muy lejos, quiero que sepáis que mi voz se une a la vuestra y que contáis conmigo en la hermosa rebelión de los vecinos de San Lorenzo.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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