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Columna
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Pinilla

Cualquier chisgarabís que fatigue con cierta asiduidad los platós televisivos tendría más micrófonos, grabadoras y cámaras delante de los morros que Ramiro Pinilla el día de la presentación bilbaína, esta misma semana, de la primera parte de su trilogía La tierra convulsa. Pero a Pinilla, a estas alturas de su biografía, todo este asunto de las glorias mediáticas le deja más bien frío. A sus ochenta y un años, es el más vigoroso narrador vasco vivo. Nuestro pequeño país no ha dado, desde que a Pío Baroja se lo llevaron a hombros Machimbarrena y Cela (Hemingway, por lo visto, andaba por allí pero sin arrimar el hombro: ya se había sacado la foto), un novelista de la talla de Ramiro Pinilla.

Primero fue lector, y después, cuando por fin dio el paso de enfrentarse a las cuartillas blancas, se dedicó a escribir novelas negras. Luego descubrió a Faulkner, al que, de alguna forma, no ha dejado de serle nunca fiel. Alguien llegó a decir que Getxo es a Pinilla lo que Yoknapatawpha a Faulkner. No lo sé. Rafael Conte escribía hace poco en Babelia que Ramiro podría ser el Homero que le falta al país de los vascos. Y tampoco sé yo. Lo que no dudo ya es que nuestra historia, la historia del País Vasco a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, tiene en la novelística de este autor vizcaíno una de sus mejores claves de desentrañamiento.

En esa gran novela presentada en formato panorámico que es Verdes valles, colinas rojas, la simbolización y el invento imaginativo, la fabulación simbólica y la pura invención se complementan de manera admirable y misteriosa. Hay que leer a Ramiro Pinilla para comprobar hasta qué punto su propósito desmesurado de recapitulación simbólica de la historia de un pueblo se salda con éxito gracias a una mirada nunca maniquea, inocente y osada, ayudada por un portentoso despliegue de registros y una inmersión en la psicología de los personajes en la que nunca faltan ni el diálogo certero ni el quiebro humorístico. Lo más profundo y lo más cotidiano, lo trágico y lo cómico ensamblados en este gran mosaico que nos dibuja el plano de ese lugar real e imaginario conocido por el nombre de Getxo. Y un discurso que fluye con la aparente naturalidad que sólo se consigue a través del trabajo y el talento y la poda estilística. Pinilla, creo que no lo he dicho, ganó el Premio Nadal en 1960 con Las ciegas hormigas. En el 71 rozó el Premio Planeta y, afortunadamente, el Planeta no le rozó a él (eso ganó Pinilla y eso perdió el Planeta). Ahora, después de tantas guerras ganadas y perdidas, igual de calvo e igual de insobornable, Pinilla anda embarcado en la publicación, de la mano de la editorial Tusquets, de su gran trilogía, en la que ha trabajado más de veinte años hasta crear una mitología que para sí quisiera nuestro nacionalismo sabiniano. A lo mejor Rafael Conte no anda tan desnortado y Ramiro Pinilla es nuestro Homero. Un Homero con boina y ojos vivos que todo lo ven porque todo lo miran.

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