Contra Dios, Austria y Goethe
LAS PROPUESTAS más vivas y los escándalos más sonados del teatro alemán de los últimos treinta años corren a cuenta de autores austriacos. Tres grandes polemistas, Peter Handke, Thomas Bernhard y Elfriede Jelinek han revitalizado un género que, desde los años setenta, fue disminuyendo en repercusión social. Y, justo cuando el teatro político parecía definitivamente muerto, una mujer ha ampliado el espacio imaginativo dramático con sus piezas furiosas sobre la explotación laboral y sexual femenina (Lo que ocurrió después de que Nora abandonara a su marido, 1979), la implicación de los artistas austriacos en el nazismo (Burgtheater, 1985) o el odio racista en la Austria actual (Stecken, Stab und Stangl, 1996). Sus "acusaciones contra dios y Goethe, mi país, el gobierno, los periódicos y la época en sí" sobrepasaron el límite permitido a partir del estreno de Burgtheater, con el que se inició una campaña de difamación contra Elfriede Jelinek en la que los insultos más suaves fueron "pornógrafa" y "traidora a su país".
Las piezas de Jelinek están programadas para caer como una bomba; se caracterizan por su agresividad y su corte esquemático, que imponen sus propias limitaciones pero producen una eficacia escénica extraordinaria. Aunque siempre se ha declarado prosista y no dramaturga, la inmediatez del medio teatral le resulta probablemente más idóneo para sus planteamientos programáticos, ya que técnicamente despliega un máximo de artificialidad; lo suyo es un teatro de laboratorio, basado en los efectos de transformación y deformación del aspaviento grotesco y del accesorio hipertrofiado (el decorado y los actores en Stecken, Stab und Stangl se van envolviendo en una descomunal labor de ganchillo mientras transcurre la acción). Y lo que en las novelas supone cierto lastre -la falta de narratividad y el predominio de la sentencia-, en las piezas dramáticas halla una caja de resonancia que refuerza los significados.
"Al dejar de gustar, la mujer da el primer paso hacia su liberación", proclama la Nora "de la pieza homónima de Ibsen". En la resurrección irónica del personaje, la alegre mujer-niña ha buscado trabajo en una fábrica, y explica a las obreras sus prioridades de autorrealización. Pero la "naturaleza femenina" de la mujer burguesa, susceptible a la llamada del amor y del dinero, acaba pronto con sus sueños de independencia. De objeto de deseo, Nora es degradada a prostituta de lujo y, finalmente, vuelve con su antiguo marido. Jelinek se muestra pesimista con el alcance del movimiento feminista de los años setenta. Al trasladar la acción a finales de los veinte, en plena crisis económica, apunta a la interacción entre dominio masculino y fascismo. Esta relación queda todavía más patente en Clara S. Tragedia musical (1982), la obra más mordaz de la producción teatral de Jelinek. De nuevo, un modelo de mujer del pasado, esta vez un personaje histórico, la pianista y compositora Clara Schumann, obtiene una oportunidad para actuar en circunstancias distintas: la abnegada Clara ha acudido con su ya demente marido a la villa de Gabriele D'Annunzio para pedirle al poeta y amigo del Duce el dinero necesario para cuidar al enfermo. D'Annunzio es un viejo verde que vende su apoyo por favores que la "hiena artista" no está dispuesta a conceder; Robert Schumann ha enloquecido por miedo a perder la potencia sexual; Clara está harta de sacrificarse: con sus manos estrangula a su amado Robert, vengándose así de él por haber ignorado sus composiciones: "¡Mediante partos hábilmente asestados solías torpedear mis modestos progresos!". El estrafalario final resalta la derrota de Clara ante el idealizado genio masculino. Las mujeres de Jelinek - las vampiresas de Enfermedad, mujeres modernas (1987) o las sexomaniacas de Área de servicio (1994)-, no tienen otra opción que ser malas, muy malas. Sólo al saltarse todas las normas, al comprender el horror cotidiano que soportan como salida, se convierten en sujetos. Se hacen con el horror hasta que son el horror. Un horror muy instructivo.
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