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Reportaje:

El enigma Creutzfeldt-Jacob

La familia de Javier Monge, que le cuida en casa desde hace cuatro años, sostiene que padece una variante de 'vacas locas'

Una cama articulada preside el saloncito del piso de Javier Monge. A los pies, una grúa para mover enfermos, y, enfrente, un sillón reclinable con un aspirador de flemas al lado. "Si no fuera por la sonda nasogástrica parecería que sólo descansa, ¿verdad?", dice su madre, Rosa Sanz. Javier tiene 32 años, y su familia sostiene, apoyada en un informe médico de 2000, que sufre la nueva variante de Creutzfeldt-Jakob (vCJD), la que se produce por comer vaca loca.

Estirado sobre el sillón, Javier entreabre los ojos. Un ingenioso sistema que permite recoger la orina sin sondarle y un pañal que hay que cambiar varias veces al día completan su equipamiento. "Sé que no ve porque cuando le pongo la mano delante de los ojos no reacciona, pero a veces emite sonidos como si quisiera decirme algo", comenta Rosa. Está limpio, abrigado y pesa más de 80 kilogramos, pero ha pasado los últimos tres años entre la cama y el sillón.

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Un informe médico del 23 de junio de 2000 tiene una anotación a mano: "la muestra originada por biopsia amigdalar es positiva para vCJD". A esta prueba -que el centro que realizó consideró luego inválida por defectos técnicos- se ampara la familia de Javier para decir que sufre la enfermedad. En cambio, como señala Rosa, ya ha batido todos los récords de supervivencia entre enfermos de Creutzfeldt-Jakob (establecida en año y medio) y se mantiene estirado, al revés de lo que ocurre en ese mal. Hasta que no muera y se le haga una autopsia no se podrá confirmar el diagnóstico. "Y a este paso puede enterrarnos a todos", dice Rosa.

Quizá nadie hubiera pensado en la variante humana del mal de las vacas locas si no fuera porque Javier vivió entre 1995 y 1996 en Londres. Acababa de terminar ciencias empresariales, y en ese tiempo, aparte de aprender inglés, sacó un máster de gestor de empresas. "Se levantaba a las cinco para ir a un hotel a poner desayunos y pagarse la estancia", recuerda Rosa. La madre cree que entonces se infectó. "Es que era muy carnicero; su plato favorito era un filete con patatas", dice.

Javier empezó a empeorar años después. Fue él mismo quien dio la voz de alarma: "Mamá, es que ahora tardo una hora en hacer lo que antes hacía en 10 minutos", se quejó. Era a finales de 1999. A Javier le acababa de dejar su novia, y todos pensaron que tenía "una depresión brutal". Pero él insistía, y, tras consultar a varios médicos, fueron al Hospital 12 de Octubre de Madrid.

Rosa no necesita papeles para recordar. "Era a mediados de mayo, y le dijeron que se tenía que quedar en el hospital. A él le sentó fatal. Al día siguiente, cuando fui a verle, el médico me dijo que estaba muy grave. '¿Cómo de grave? ¿Para morirse?', pregunté. 'Es lo que vamos a ver', me contestó". "Cuando me dijo que tenía Creutzfeldt-Jakob yo no sabía ni lo que era", sigue Rosa. "Es un palabro muy complicado, y además no tiene solución", le confirmó el doctor. "En un principio me hundí, pero después tuve la valentía de ponerme delante de un espejo y decir: 'Así no vas a arreglar nada', y se acabaron las lágrimas para mí", explica con entereza.

Javier salió del hospital el 4 de septiembre de 2000. "Lo mandaron a casa para que se muriera". Pero durante un año caminó. Entonces su familia acondicionó el piso del abuelo, al otro lado del rellano de la primera planta de un edificio sin ascensor en un barrio obrero de Madrid. "Gracias a Dios, el abuelo había muerto el año antes. Y no lo digo por el piso. Ver a su nieto así le habría matado", comenta Rosa. La familia (Jesús, el padre, que trabaja de peluquero; Mireya, la hermana menor, profesora de danza y Rosa, que dedica las horas libres a hacer demostraciones y venta directa de un electrodoméstico) ha gastado más de 6.000 euros en adaptar el piso. "Hemos pedido ayudas a la Comunidad, pero no nos las han concedido", afirma.

En septiembre de 2001, Javier volvió al hospital. Estuvo dos meses, y cuando salió ya no se podía mover. "Yo creo que me entiende, aunque no siempre. Pero yo siempre sé si quiere algo. Con su padre se entiende peor", dice Rosa.

La casa no es lo único que ha cambiado. Dos personas se turnan para acompañar a Javier las 24 horas, lo que cuesta 1.650 euros mensuales -"toda la pensión que le quedó a Javier"-. "Pero estas personas tienen que librar, y los fines de semana y los días de fiesta y las vacaciones nos toca a nosotros", explica Rosa.

Y así van a seguir "mientras Jesús quiera". "Los médicos alucinan de que Javier siga vivo. Yo digo si será porque está bien atendido".

La mirada de Rosa es húmeda y cálida. Pero se vuelve dura cuando habla de su otra lucha:lleva desde 2000 intentando que el Reino Unido les indemnice por la enfermedad de su hijo. "Una cosa está clara: la culpa fue de los Gobiernos. Del británico por permitir que se vendieran las harinas cárnicas, y del español que no ha querido aceptar que tiene un problema. Que apechuguen con los gastos. No se puede además hundir económicamente a una familia. Y hay muchas familias en situaciones peores que la nuestra. Hace falta que alguien nos haga caso". Los ojos azules de Rosa ya no parecen dulces. Centellean.

Rosa Sanz señala a su hijo en una foto hecha cuando trabajaba.
Rosa Sanz señala a su hijo en una foto hecha cuando trabajaba.LUIS MAGÁN

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