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Reportaje:

En busca del Cardin auténtico

Vive en un palacio burbuja cerca de Cannes, en plena Costa Azul. Posee una de las mayores fortunas de Francia, y a sus 82 años es todavía un hombre coqueto que maneja con mano de hierro su imperio de moda, perfumes y restaurantes repartido por 140 países.

Jordi Soler

Buscando una línea que me condujera a Pierre Cardin, me encontré con esta declaración suya en las páginas de un diario inglés: "Poseo en Venecia la casa de Casanova, y aquí (en Francia), el castillo donde vivía el marqués de Sade; pero yo soy totalmente diferente de carácter, es el castillo el que me ha seducido, es un lugar mágico". Agarrado a esta línea ardiente me subí a un avión que iba a Cannes, con la idea de entrevistar al famoso modista en su Palais Bulle que, como indica su nombre en francés, es un palacio construído a base de burbujas. El palais está encaramado en un picacho de la Costa Azul; es una construcción, o quizá un delirio, del arquitecto Antti Lovag. Visto desde abajo parece la metástasis de un tumor o, según la ofuscación de quien lo mire, la semilla de una colonia de extraterrestres; y esto último puede mirarse con cierto fundamento, pues Cardin, se sabe, se siente fascinado por las cosas del espacio, "como ha quedado patente en las famosas colecciones que ha diseñado a lo largo de las décadas", decían también las páginas de aquel diario inglés, y además publicaban una fotografía del modista enfundado en el traje de astronauta que vistió Neil Armstrong, el primer hombre que plantó su bota en la Luna. Lo cierto es que más que sus palacios me interesó esa justificación que él mismo dice, aun cuando nadie se la ha pedido: "Pero yo soy totalmente diferente de carácter".

Yo ignoraba aquello de las colecciones espaciales de Cardin, como ignoro casi todo sobre el mundo de la moda. Buscando orientación abrí el ropero donde cuelga mi reducido guardarropa, indiscutible antípoda del mundo de la moda, y descubrí que, bien vistas, mis viejas botas podían tener líneas espaciales, y que, para mi sorpresa, la única corbata que poseo es de marca Pierre Cardin, una pieza verde ambientada con esas figuras amebáceas, de aires hippies, que infectaban las prendas en los sesenta. Salí rumbo al aeropuerto con mi única prenda cardin puesta, mediante el único nudo que fui capaz de ejecutar: un pentágono gordo que de perfil parecía una esfera. Durante el viaje en taxi observé que el frente de la etiqueta, que decía "Pierre Cardin, París", era desmentido por el reverso, donde puede leerse: "Hecho en México", y abajo, la dirección de una fábrica ubicada en el barrio mexicano de Iztacalco. Recordé que Pierre Cardin fue el primer diseñador que implementó el sistema de licencias, una suerte de permiso para que sus prendas puedan reproducirse en otros países, con el riesgo de que, según qué país, se abra un margen generoso para la falsificación. Así que llegué al Prat un poco mosqueado por la posibilidad de ir luciendo un cardin falso. Antes de abordar el avión, un angustioso pájaro de cercanías, se acercó una señorita que se identificó como enviada de monsieur Cardin y me entregó un paquete donde había un perfume, la más reciente creación del modista, un frasco ambarino de líneas desde luego espaciales, que revisé nerviosamente buscando un orígen desconcertante: "Hecho en Bongará", por ejemplo. Pero no, estaba hecho en París, así que una vez a bordo de la nave claustrofóbica, me puse a matizar la falsedad de mi corbata aplicándome dosis sucesivas de Revelation, el cardin auténtico que me había sido entregado en propia mano por una auténtica empleada de Pierre Cardin. La azafata que me sirvió la cena me pidió, discretamente y por favor, que no me pusiera más perfume porque viajábamos, como yo de sobra había podido comprobar, "en una nave de dimensiones reducidas".

Al día siguiente, otro empleado de monsieur Cardin me llevó de Cannes a Théoule-sur-Mer, en uno de cuyos peñascos está el Palais Bulle; hice el viaje con mi cardin falsa de nudo pentagonal (o esférico) matizada por una buena dosis de perfume auténtico; iba sintiéndome Jonathan Harker rumbo al castillo de aquel famoso conde, y también, a medida que subíamos la cuesta, abrigando algunos de sus temores: ¿qué clase de persona será el dueño de aquel palacio de burbujas que se ve en la punta del peñasco? De entrada, pensé, éste era más acaudalado porque poseía tres palacios, mientras que el pobre conde tenía uno ruinoso y lleno de fantasmas. La noche anterior había investigado cosas sobre monsieur Cardin, en Internet, en un extenso dossier que llevaba en la maleta y preguntando a sus empleados que me salían al paso por todas partes. Cuando me senté en el bar del hotel frente al ordenador, un solícito camarero me obsequió una copa de champaña producido por Cardin y unos bombones de chocolate también fabricados por él. El camarero, al ver mi sorpresa, me dijo que la silla y la mesa que yo ocupaba también eran marca Cardin. Acompañado por su champaña y sus bombones, y más tarde por un plato de fruta de las fruterías Cardin y por un par de botellas de agua mineral de la misma marca, fui descubriendo que el asunto de las licencias iba en serio. Cardin tiene más de 900 productos, confeccionados por los 200.000 empleados de las 840 fábricas que tiene repartidas en 140 países del mundo; de ahí salen artículos tan diversos como latas de sardinas, botellas de aceite de oliva, baldosas, colchones ortopédicos, papel higiénico, puros, porcelanas; en fin, un universo de artículos que se venden en tiendas departamentales, o en sus propias boutiques, o en los hoteles que posee, o en los vestíbulos de los 19 restaurantes Maxim's, que también son suyos.

Llegué a la puerta del Palais Bulle con todo lo que había aprendido la noche anterior, un par de magnetófonos y mi corbata con su falsedad ya muy matizada por tantos cardin auténticos que había consumido y usado durante las últimas horas. Un guardián abrió la reja y me condujo al interior del palais por una burbuja que hacía las funciones de recibidor, con sus espejos, sus percheros y sus portaparaguas, y que se conectaba con una red de pasillos y corredores, hacia arriba o hacia abajo según la orografía del peñasco, que conducían al resto de las burbujas. Mientras caminaba detrás de él aprovechaba para preguntarle cosas y oía sus respuestas con distintas calidades de ecos según en qué zona de la burbuja o del pasillo fueran pronunciadas.

En los cinco minutos que duró ese recorrido por la zona pública del palais me enteré de que, además de los salones, había 10 suites, cada una decorada por un artista distinto; retuve algunos nombres: Patrice Breteau, Jerome Tisserand, Daniel You, Françoise Chauvin, Gérard le Cloarec. También había un anfiteatro con graderío suficiente para 500 personas, y varios jardines y piscinas, todo en 8.500 metros cuadrados de terreno escarpado frente al mar, un mar exagerado por el cielo, que era de un azul espectacular, de mañana fresca de otoño que se iba metiendo por las claraboyas en nuestro camino hacia la burbuja mayor donde me esperaba el dueño de palacio, sentado en un sillón largo de piel, con un ventanal detrás donde se veía más mar y al fondo Cannes, con una luz solar que recortaba la figura del modista: un hombre de 82 años, pelo blanco y una prestancia cimentada en el guapo que fue. Antes de llegar y presentarme pregunté al guardia si don Pierre se ocupaba de todas sus empresas. "Sigue firmando personalmente cada cheque", fue su respuesta y me dejó helado, y así llegue a saludar a Cardin. "Bonita corbata", me dijo. "Es suya", le respondí, "firmada en París, pero hecha en México", y ya no añadí que tenía la impresión de que era falsa, mejor le pregunté por su autosuficiencia, esa rareza de un hombre que usa y consume exclusivamente sus productos. "Todo es Pierre Cardin, absolutamente todo. Me levanto por la mañana y me afeito con una de mis rasuradoras, uso mi propio after shave y me visto de Pierre Cardin con corbata, pantalones y camisa. Después puedo irme a alguno de mis restaurantes o a alguno de mis teatros…". Luego se queda pensando, y yo agrego, porque lo había leído, que si en vez de ir a uno de sus teatros le apetece navegar puede subirse a uno de sus bateaux Maxim's que recorren el Sena, e inmediatamente después abordo el tema de las licencias, porque en el fondo me duele la probable falsedad de mi corbata: "¿Por qué voy a trabajar exclusivamente para la gente rica? También quiero trabajar para la gente de la calle", dice Cardin, y luego cuenta que él fue el primer diseñador de modas occidental que entró en el mercado chino, y que una vez montó un show en la Plaza Roja para 100.000 rusos. Le pregunto si tiene veleidades comunistas, y él se ríe y dice, mientras un valet sirve dos copas de champaña marca Cardin: "Yo soy capitalista, he trabajado mucho para llegar a serlo. Pero el comunismo me atraía mucho por su filosofía; y ese fue el motivo por el que fui a visitar los países comunistas, Rusia, Cuba, China; y ahí me impresionó mucho ver cómo la gente del pueblo, por seguir una ideología, se encontraba en la miseria. La ideología falló en la realidad, en la práctica".

Pierre Cardin nació en Venecia y fue el undécimo hijo de Pietro, un comerciante de vino que lo perdió todo en la Primera Guerra y emigró a Francia con su familia con el proyecto de buscarse ahí la vida. El pequeño Pierre, que en realidad quería ser o actor o bailarín, desempeñó varios oficios hasta que dio con el de la costura, y así llegó a París y dio con Dior, que entonces ya era muy famoso. A los 28 años dejó a Christian para independizarse con 200 empleados y una cartera de clientes que encabezaban Rita Hayworth y Evita Perón. Su sueño desde siempre ha sido ir a la Luna; es embajador de la Unesco; en su empeño por "dejar algo que ayude a la humanidad", quiere construir un hospital en Argelia; nunca, según dice, ha pedido un préstamo; es miembro de la Academia Francesa de Bellas Artes, y su faceta de mecenas es ampliamente conocida en su país y está fundamentada en su amor por el teatro: ya que no pudo actuar, trabaja en él desde 1946, cuando diseñó el vestuario y las máscaras de La belle et la bête, de Jean Cocteau. En 1970 fundó el Espace Cardin en París, un complejo multidisciplinario donde se hace teatro, se cuelgan cuadros, se ven películas y se escucha música, por donde han pasado, entre otros: Bob Wilson, Henri Michaux, Rostropovich, Marlene Dietrich, Jeanne Moreau y Alice Cooper. "El arte es mi pasión, ha estado conmigo toda mi vida", dice Cardin. Le pregunto que si oye música cuando trabaja, cuando diseña una prenda como mi corbata o un mueble o un bombón, y como respuesta me suelta esta retahíla: "Mozart, Vivaldi, Beethoven, Wagner; o más contemporáneos, como Satie, Fauré, o jazz como Piazzola, o tangos; en fin, toda la música; no soy ni wagneriano ni mozartiano, toda la música para mí es sonido, no estoy liado emocionalmente con ninguna y trabajo con todas, adoro la música japonesa y la china; me gusta oírlo todo, aunque me digan que es muy bueno o muy vulgar, estoy muy pendiente de los sonidos". Yo hasta entonces, mientras él servía otras copas de su propio champaña, reparé en cómo iba vestido: camisa blanca, americana azul cruzada, pantalones blancos y, al llegar a los zapatos, me llevé un desconcierto al encontrarme con unas zapatillas Converse negras, y al subir la vista para preguntarle por esa incoherencia de ser Pierre Cardin y no vestirse de Cardin auténtico de pies a cabeza, me topé con la marca de sus gafas: Gucci. De inmediato llegué a una conclusión, falsa aunque muy probable: Converse y Gucci también eran marcas suyas. Le pregunté por la Unión Europea, por seguir husmeando en su lado político, y me llevé esta respuesta: "Yo desde hace mucho tiempo que soy europeo. Soy italiano, me interesa andar por todo el mundo. En la época de Internet y del Concorde uno no puede ser de un solo lugar, hay que estar abierto al mundo". Decidí omitir la precisión de que el último Concorde se cayó hace años y contraataqué con Bush, ese tema crucial y simultáneamente vulgar del que todo mundo tiene algo que decir, y monsieur Cardin, ya algo distraído y muy probablemente aburrido, dijo: "Los conquistadores han existido siempre, los colonizadores, incluso en la época de Carlos V. Lo que provoca el poder es que tú quieras apropiarte de lo que tienen los demás; ahora son guerras económicas con el petróleo, y antes era el oro, no estoy sorprendido, porque el poder es lo que te da la ambición de poseer lo que tienen los demás". Y dicho esto se bebió de un trago lo que quedaba de su propio champaña y con una agilidad impropia de sus años me dijo que antes de comer podíamos dar una vuelta por palacio, y entonces lo seguí de burbuja en burbuja, oyendo sus comentarios sobre tal o cual mueble, camas redondas, sillones con aspecto de planta marina, televisores bulbosos, lámparas escabrosas, bañeras con vistas al océano y retretes a los cuatro vientos donde ondeaban auténticos papeles higiénicos Cardin; un paisaje interior que recordaba a su amigo Dalí, de quien hablaríamos durante la comida, porque yo prefería aprovechar ese ambiente para preguntarle por el palacio suyo que más inquieto me tenía: "Lo del castillo de Sade me llegó como una obligación de la Academia de Bellas Artes, y, bueno, el castillo no era tal: la Revolución Francesa lo dejó convertido en un montón de piedras. Ahora lo he reconstruído, respetando el estilo y la arquitectura, todo esto supervisado por Bellas Artes, no era más que piedras y yo ahora he restaurado toda la zona donde escribía el marqués; cuando estoy ahí, vivo en la torre de tres pisos donde Sade escribía". Y al oír esto volví a pensar en la línea que me llevó hasta él y recordé lo que escribió Octavio Paz en El prisionero, ese poema dedicado al marqués: "Máscara que sonríe bajo un antifaz rosa", y en seguida vi que el verso le quedaba a Pierre como una prenda de Cardin auténtica: que un bussines man sonreía bajo un antifaz rosa, y debajo, un modista, y más abajo, un actor y un mecenas; más o menos el mismo juego que siguen sus diseños, que de licencia en licencia pueden falsearse hasta llegar a mi corbata, que también sonreía bajo un antifaz de auténtico Cardin.

De burbuja en burbuja llegamos al comedor, que es también una burbuja, donde estaba la mesa dispuesta con platos de todas formas y colores, una fuente de langostinos, un platón de carne y varias ensaladas. Mientras descorchaba un vino rosé de marca, por supuesto, suya, me contó que fue amigo de Dalí cuando no tenía dinero ni para comprarle un cuadro; "hablábamos durante horas y me contaba cosas íntimas", dice, y luego explica su Dalí Foliés, una obra que ha montado en su Espace Cardin adaptando unos textos del pintor mediante un interesante proceso de interiorización: se llevó a Stephane Roche y a Vanessa Gregory, sus actores, al territorio daliniano de Cadaqués y ahí les explicó durante días su visión de la obra. Luego me dijo que Gala, la mujer del pintor, vestía de Cardin auténtico, aunque también de Dior y de Dalí, y dicho esto brindó, con su propio vino, no sé si por su amigo Dalí o por las prendas de su mujer, y ya que habíamos regresado al tema de la ropa, me dijo que el traje gris sin solapas que usaron durante una época los Beatles era diseño suyo, aquel con el que aparecieron en 1964 en la histórica entrevista de televisión que les hizo Ed Sullivan; "aunque la persona más hermosa que he vestido", dijo, "es Lucía Bosé". "¿Y el hombre?", pregunté, y sin sombra de duda dijo: Gregory Peck.

'Monsieur' Cardin es un hijo sin hijos que posee una de las mayores fortunas de Francia y la pregunta de quién heredará ese imperio pone nervioso a más de uno. De su vida íntima dice lo que ha dicho en muchas entrevistas: "Durante cuatro años viví una gran historia de amor con Jeanne Moreau; he tenido otras mujeres, pero esta historia es la más oficial. He dormido con mujeres y con hombres, soy un hombre libre. Soy viril. He sido amado, adulado y deseado por gente extraordinaria. Sería muy triste que hubiera llegado a esta edad sin haber tenido unas cuantas historias de amor".

Cuando llega el postre, un plato de fruta de las fruterías Cardin y otro de sus propios bombones, le pregunto por su nuevo perfume, que era en rigor la pregunta que me había llevado hasta allá. Monsieur Cardin responde que el perfume es como otra prenda, la que te pones antes de vestirte; una respuesta que recuerda al pijama que usaba Marilyn Monroe: "Dos gotas de Chanel N° 5". Después estiró el brazo por encima de su propia fruta y cogió un frasco de su nuevo perfume y se vistió un poco el cuello y las muñecas; yo no pude dejar pasar esa oportunidad y le pedí que pusiera un poco en mi corbata y de inmediato sentí que de mi cuello colgaba una prenda redimida, que había sido falsa pero ahora, pese a su flagrante etiqueta, acababa de ser reconvertida por un Cardin auténtico, que le había puesto el auténtico Cardin. Antes de irme al aeropuerto, monsieur me obsequió un CD doble de la música que tocan en sus restaurantes y escribió en su carátula, con una letra enmarañada, una dedicatoria que hasta hoy no he podido descifrar. Antes de despedirme le pregunté cuál era su secreto para mantenerse en tan buena forma; me contestó que entre una escalera y un ascensor siempre optaba por la escalera.

Ya a bordo del coche que conducía otro auténtico empleado del modista, cuando dejábamos atrás el Palais Bulle y bajábamos el peñasco rumbo a Cannes, descubrí que la personalidad poliédrica de Cardin tenía todavía más recovecos. Regresé al verso de Paz y vi al bussines man que sonríe bajo un antifaz rosa, y debajo, al modista, y más abajo, al actor y al mecenas, y todavía más abajo, al cantante de hip-hop, como lo evidenciaba la canción The Place to be, de su propio disco, donde el mismo Cardin nos cuenta, sobre una base musical de Henri Scars, cómo logró comprar el emblemático restaurante. "Bonita corbata", me dijo el chófer que venía fisgonéandome por el espejo retrovisor. "Es una Cardin auténtica", le dije, y luego, como no quería explicarle nada, me hice el dormido.

En su estudio, con Jeanne Moreau.
En su estudio, con Jeanne Moreau.

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