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Los "moros amigos"

En el argot del modesto colonialismo hispano que, tras el Desastre ultramarino de 1898, se proyectó durante el primer tercio del siglo XX sobre el norte de Marruecos, llamábase "moros amigos" a aquellos notables del Rif o de la Yebala presuntamente favorables a la penetración española en aquellas tierras. Además de ejercer pequeñas magistraturas indígenas al servicio del Protectorado, la tarea principal de esos "moros amigos" -mimados por las Comandancias Generales de Ceuta y Melilla- consistía en decirles a los militares africanistas españoles lo que éstos deseaban escuchar: que las kábilas rebeldes eran pocas y permanecían desunidas, que bien pronto se someterían una tras otra, que la pacificación del territorio estaba al caer y que ellos, los "moros amigos", eran quienes poseían las claves para interpretar y encauzar la compleja situación en la zona. Sobre los pingües servicios que tales personajes prestaron a España, baste recordar el caso de Abd el-Krim: "moro amigo" durante años, después de cambiar de campo infligió a las tropas españolas la trágica humillación de Annual (1921).

No sé por qué, pero el histórico papel de esos "moros amigos" me recuerda el rol que, con respecto a la relación Cataluña-España, vienen desempeñando desde hace un cuarto de siglo ciertas notabilidades intelectuales. Me refiero a esas figuras del pensamiento o de la pluma, catalanes de naturaleza o de adopción, que, con respecto a la realidad política, social y cultural de Cataluña, se dedican a regalar los oídos de la opinión madrileñocéntrica, a decirle lo que ésta quiere, en su mayoría, oír.

¿Y qué es ello? Pues -resumiendo- que esto del nacionalismo catalán es una superchería en toda regla, urdida sobre la credulidad o la inhibición populares en beneficio exclusivo de una mesocracia que prefiere ser cabeza de ratón a cola de león. Que los sentimientos, los partidos y las reivindicaciones nacionalistas son en Cataluña una mixtificación alimentada por medios de comunicación goebbelsianos -si son públicos- o vendidos -si son privados-, un tinglado clientelar, nepotista y corrupto, un inmenso pesebre lleno de forraje al que se aferran toda clase de aprovechados, parásitos y sinvergüenzas. Que la lengua catalana sólo sabe afirmarse a golpe de multas e imposiciones, a base de excluir o marginar al castellano del sistema educativo, y que la cultura en catalán, carente de enjundia y de mercado, sólo vive de la subvención a fondo perdido. En definitiva: que la catalana es una supuesta identidad cuya asunción y defensa derivan inexorablemente hacia el fascismo -basta para demostrarlo cualquier fechoría de cuatro freakies-, cuyos líderes políticos pasados y presentes son una cuadrilla de impostores, de desaprensivos o de iluminados.

Que esta clase de discurso, formulado casi siempre con ingenio y vehiculado desde plataformas (periódicos, fundaciones, editoriales...) potentes y prestigiosas, haya cosechado fuera de Cataluña cinco lustros de éxitos no es de extrañar. Siempre lo tienen los mensajes que reconfortan nuestros prejuicios, que halagan a nuestras vísceras, que dibujan al otro bajo rasgos grotescos o risibles. Y, desengáñense, los catalanes han sido, en la España política contemporánea, el paradigma de la alteridad. Sin embargo, para evaluar históricamente el desempeño de esos nuevos "moros amigos" -los "moros amigos" de la cuestión catalana, podríamos llamarles-, creo que no basta con reconocer su predicamento en Madrid. Ahí -en el Madrid político, mediático, cultural- se les ha aplaudido y ensalzado a rabiar, como testigos o expertos indígenas acerca de la intrínseca perversidad nacionalista. Pero, ¿cómo se ha comportado, entretanto, la realidad por ellos descrita de modo tan truculento?

Cuando la cantilena a la que me estoy refiriendo despuntó, a principios de la década de 1980, Jordi Pujol gobernaba Cataluña sobre una precaria mayoría relativa, entre alianzas variables y contradictorias. Entonces, nuestros "moros amigos" comenzaron a deslumbrar a la Villa y Corte -en Barcelona, su relato resultaba inverosímil- explicando que la Generalitat nacionalista se había convertido en un régimen orwelliano bajo el cual peligraban las libertades de pensamiento y de expresión, que el pujolismo era un fenómeno ruralizante, antimoderno y cavernícola entre cuyas garras se desangraba la Cataluña urbana y progresista... Tal vez fuera una coincidencia, pero lo cierto es que, mecido por estos arrullos, Pujol alcanzó la mayoría absoluta, se instaló en ella durante 12 años y luego aguantó en el poder democrático otros siete, hasta totalizar 23 y retirarse invicto.

En todo caso, ¿es la jubilación de Pujol y el paso de Convergència i Unió a la oposición una buena noticia para los "moros amigos"? Mucho me temo que no, pues lo que la ha hecho posible es el salto de dos o trescientos mil electores catalanes desde el nacionalismo autonomista de CiU al independentismo de Esquerra Republicana. Además, como encarnación de todos los males, Pujol el derechista, el esencialista, resultaba perfecto; mucho más cómodo que Maragall, a quien creían uno de los suyos y en quien han tenido depositadas tantísimas esperanzas...

Así, pues, las figuras a las que aludo han desempolvado su arsenal de ideas fijas -no mucho, porque nunca las guardaron en el desván- y han vuelto a la carga: todas las reclamaciones de carácter nacionalista se basan en la impostura, y todos los agravios que las fundamentan son imaginarios; los ciudadanos que en Cataluña se sienten primordialmente españoles son una mayoría oprimida (sic) que paga y calla; su lengua, el castellano, es objeto de sañuda persecución, y cualquier muestra de inquietud por el futuro de una identidad catalana diferenciada rima con la intolerancia, la xenofobia y el racismo. Sobre el lacerante expolio fiscal que sufren todos los catalanes hablen el idioma que hablen, sobre los groseros intentos de romper la unidad científica de la lengua catalana, sobre el serio peligro que ésta corre -tan serio que ya da lugar a chistes (véase la viñeta de Romeu en EL PAÍS del pasado día 10)- sobre estas cosas, ni media palabra.

Naturalmente, todas las voces son legítimas y tienen derecho a expresarse, pero cuando se trata de describir una realidad -la catalana en este caso-, los oyentes deben poder distinguir entre los retratos y las caricaturas.

Corresponde a la opinión española democrática escoger si, acerca de la Cataluña política, social, cultural y lingüística de hoy, prefiere creerse el relato reconfortante, pero engañoso y separador, de los que he llamado "moros amigos", o bien atender a otros diagnósticos tal vez menos agradables de oír, pero más veraces y, por tanto, más útiles para cimentar a medio plazo una convivencia basada en el conocimiento y el respeto mutuos.

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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