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Reportaje:PASEOS

Te hubiera dado el mundo

El escritor Juan Cobos Wilkins recorre las calles de Huelva y recomienda contemplar el crepúsculo desde el Conquero

Mea culpa. No debo tener el onubensismo subido pues inicio estas líneas y en lugar del socorrido verso "Huelva, lejana y rosa", del insigne paisano Juan Ramón Jiménez, acuden a mí los que Góngora buriló en la Fábula de Polifemo y Galatea: "Si ya los muros no te ven de Huelva, / peinar el viento, fatigar la selva". Y rememoro estos que abren el poema de Cernuda A un muchacho andaluz: "Te hubiera dado el mundo, / muchacho que surgiste / al caer de la luz por tu Conquero, / tras la colina ocre, / entre pinos antiguos de perenne alegría". En los del sevillano, en los del cordobés, está asimismo -¡y cómo!- la antigua Onuba sin fronteras. Bajo esas luces transcurre mi paseo por un lugar al que, también, el mundo, la naturaleza, dio lo que los hombres le robaron. Y aún le hurtan.

Un día escribí que Huelva parecía una ciudad diseñada por el enemigo. Pero hoy dejo la frase amarrada -porque sigue ladrando, sí- a la puerta de casa, y salgo a caminar sus calles. Quiero abrir la mañana en un lugar que amo: el Mercado del Carmen. Voy calle Concepción adelante. Esta popular vía tiene algo en común con Dios: son tres distintas, Berdigón, Pérez Carasa, Palacio, y un solo nombre verdadero: Concepción. A diestra y siniestra, comercios, bares, heladerías... Mas mi nostalgia de amores y aventuras, de rugientes leones de la Metro, punza al cruzar ante el recién clausurado cine Emperador, todo un clásico. The end. El goloso palia esta ausencia en la cercana Dioni; de su repostería, los florentinos.

De 1868 data el Mercado del Carmen, entorno e interior son una fiesta. Quizá el enclave con más vida de Huelva (¡y a punto de ser derruido!). A la entrada, jeringos, de masa o de papa; al revolver, anexo a los ancianos muros, habrá donde mojarlos, Casa Miguel, y atravesando el bar mismo, entramos al bullicio de la plaza de abasto: frutas, verduras, carnes, especias... Sobre todo, el lujo que traen las olas onubenses. Quinta Avenida del marisco, Campos Elíseos del pescado: largas calles por las que la mirada se pierde sin saber qué elegir: la espadachina aguja palá, la gamba blanca, o, como duros ojales cerrados, las coquinas. A un pescadero conozco que, mientras te pesa un choco, te recita el principio de Arquímedes. Sucesión de hermosa vida: de los húmedos mostradores plateados de escamas salgo al colorido de pétalos del puestecillo de flores, que, a su vez, me señala el camino -Tendaleras- del pata negra: jamones Castaño.

A dos pasos, la cantada ría de Huelva. Esteros y salinas. Mar y cielo licuados en azules. El muelle de las canoas, romántico transporte a las playas de Punta Umbría, deja una estela de tiempos perdidos. No lo perdamos, lector, y acerquémonos al muelle de Riotinto, el soberbio embarcadero de mineral que, igual a un formidable costillar prehistórico, se adentra en las aguas más de medio kilómetro. Obra iniciada en 1874 por el ingeniero inglés Bruce, según encargo de la Río Tinto Company Limited, omnipotente consorcio británico dueño entonces de los legendarios yacimientos cupríferos. A la Company se debe también el pintoresco barrio Reina Victoria que pone una nota colonial y exótica en la más occidental capital del sur. Casas todas diferentes y de heterodoxas reminiscencias. Otro singular edificios lo hallamos en la Plaza del Punto, la Casa Colón. Inaugurado en 1892 como hotel, fue uno de los más fastuosos de la vieja Europa. La distinguida colonia británica afincada en Huelva lo llamó "white elephant". Reconvertido, aquel victoriano "elefante blanco" sigue hoy en pie. Aunque sin colmillos. Su jardín interior es una ínsula varada en el corazón de la ciudad, encantador y decimonónico espacio en donde solazarse con un libro.

Tras degustar unas nada británicas habas enzapatás en la taberna Joselito (Plaza Niña) y unos nada victorianos productos ibéricos, que no engordan, en el vecino Mesón del Pozo, y siguiendo la Alameda Sundehim (cuánto nombre de extranjero tatuado en la caricia de la piel onubense, como para que -y se ha hecho recientemente- se asesine a palos a un inmigrante) se llega al Museo de Huelva. No más franquear la puerta nos recibe una de sus joyas: la espectacular noria romana encontrada en las minas de Riotinto y, presto, un periplo al mito de Tartessos. Hallazgos suntuarios de la necrópolis orientalizante de La Joya. Además, los Vázquez Díaz. Pero hemos hablado de letra impresa, la librería con más solera luce nombre de isla, Saltés; la regentan Pilar y Miguel Ángel, sobrino éste de José Caballero, el pintor onubense amigo de Lorca, de Neruda... Por el Paseo de Santa Fe subo a la iglesia de San Pedro, la más vetusta, de torre cuadrada y con alizares, alzada en el enigmático cabezo del mismo nombre y del que, a través de un ventanal del Docklands, mientras saboreamos el té de la casa, tendremos una bellísima vista: a mí me acerca a los belenes de mi infancia. Palmeras, pitas, chumberas, caen en cascada y pujan por sobrevivir a la autofagia urbana.

Atardece. Esas aves vuelan hacia Doñana. Quien esto escribe, recomienda contemplar el crepúsculo desde el Conquero. Su horizonte se dilata en aguas, tierras, luces, mezcladas como amantes confusos de sus límites. Y aquí, donde fueron gestados, retornan los versos finales del poeta: "porque nunca he querido dioses crucificados, / tristes dioses que insultan / esa tierra ardorosa que te hizo y deshace".

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