Quiteria o la virtud
Como el Quijote es uno de esos pocos textos que nos proporcionan la sensación de ser una obra "completa", un mundo entero y sostenible que, idealmente, no necesita de nada ajeno para mantenerse en pie, tenemos la tentación de aplicarle la fórmula, tan del gusto de Umberto Eco, de "máquina literaria" perfecta, de tal manera que en cada uno de sus engranajes, por mínimo que sea, se nos podrá revelar la clave del montaje total del mecanismo. Tomemos como ejemplo el episodio de las bodas de Camacho (capítulos 20-21 de la segunda parte): un campesino honrado y pobre, pero no falto de ingenio, Basilio, ve con desesperación cómo el rico Camacho le arrebata a su prometida Quiteria y organiza un lujoso festejo para casarse con ella, al que asisten don Quijote y Sancho. Midiendo la decisión de Quiteria según el agradecimiento que en ese momento experimentan su maltratado estómago y su paladar, Sancho declara la continuidad de las despiadadas leyes de la naturaleza en la sociedad y se apunta sin remilgos a la doctrina que se condensa en la fórmula "¡viva quien vence!". Menos resignado que Sancho está el propio Basilio, quien intercepta la carroza de los novios y, tras un dramático discurso, se atraviesa el pecho con su estoque; en la agonía, se niega a confesarse si antes Quiteria no le desposa cumpliendo su última voluntad. Apremiado por el cura, Camacho da su consentimiento al matrimonio, creyendo que se trata de un acto de compasión que sólo retrasará unos instantes su propia boda, y se celebra el casamiento con la bendición de la Iglesia. Pero, nada más acabada la ceremonia, Basilio se levanta resucitado y saca limpiamente de su cuerpo la cuchilla. Sobrecogidos, algunos de los presentes comienzan a gritar: "¡Milagro, milagro!", mientras Basilio, mostrando el ingenioso dispositivo del que se había servido para simular su suicidio, responde: "No '¡milagro, milagro!', sino '¡industria, industria!".
Maravilloso es que haya seres humanos capaces de renunciar a una vida más cómoda por mantener su palabra
He aquí, se diría (como en esa
otra magnífica alegoría cervantina del teatro llamada El retablo de las maravillas), el modo en que el propio autor nos ofrecería una metáfora de su obra: la producción de un "milagro" que asombra a los espíritus simples, pero que es en realidad deudora de toda una maquinaria de producción de ficción, emblema de una modernidad ingeniera e industriosa que triunfa sobre la antigüedad oscurantista y milagrera también en el terreno de las letras. Una hipótesis fascinante y, además, consoladora; de ser cierta, ahora cualquiera podría construir máquinas literarias milagrosas si dispone de la técnica de montar y desmontar engranajes (no es extraño, por tanto, que los semiólogos se pasen a la creación narrativa). Pero, aunque seductora, la hipótesis es completamente falsa, y puede ser falsada en el mismo terreno en el que se formula. Pues, por grande que sea la habilidad de Basilio, su treta no podría tener éxito sin contar con un detalle que nos ha pasado inadvertido: la colaboración de Quiteria, sin cuyo consentimiento no podría haberse oficiado el falso-verdadero casamiento. Y este consentimiento no es una obra mecánica, sino un verdadero milagro. Un poco antes de la escena central, los cómicos que amenizan el festín de Camacho personifican la sanchopancesca ley del cálculo egoísta en el siguiente verso: "Soy el interés, en quien pocos suelen obrar bien, y obrar sin mí es gran milagro". Pero es así -contra la pauta que asegura mecánicamente el triunfo de los poderosos- como actúa Quiteria.
La propedéutica poética cer-
vantina considera que un argumento es maravilloso cuando el desenlace, respetando escrupulosamente las reglas de la verosimilitud, resulta sin embargo inesperado, cuando da al lector, al final, algo distinto de lo que le había prometido al principio. Y lo que hace que el desenlace de esta historia tenga algo de maravilloso -ese pormenor que nos había pasado injustamente inadvertido- no es el chasco de Camacho ni la industria de Basilio, sino la virtud de Quiteria, quien a pesar de estar ella misma quebrada por mil heridas -pues es de esta pasta sutil de la que están hechas las personas, y su fragilidad es lo que confiere verosimilitud a los personajes de Cervantes-, obra en contra del interés y secunda a Basilio en su farsa. Milagro, y no industria. Maravilloso es, en efecto, que sin transgredir las leyes de la naturaleza ni las expectativas realistas de la credibilidad, sin dejar de ser mortales y de estar afectados por el miedo a morir y por el cálculo de la felicidad, haya seres humanos capaces de renunciar a una vida más cómoda por el mero y simple hecho de mantener su palabra. Del mismo modo, el talento del narrador -no sólo la ficción mediante la cual Basilio consigue arrebatar a Camacho la mano de Quiteria, sino también aquella mediante la cual don Quijote recorre fantasmalmente las tierras de España en busca de un lugar apacible en donde pasar la noche- tiene una dimensión moral que no se satisface sólo con la construcción de una "buena máquina" literaria, sino cuando se las ingenia, como lo dice el propio don Quijote en este capítulo, para que la invocación de la realidad no conduzca automáticamente a su delirante justificación. Por eso el Quijote sigue siendo un mundo hospitalario en el que pernoctar y una vara de medir lo que le falta aún al nuestro para poder compararse con él.
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