Inteligente, brillante, divertida
En una de las más inteligentes comedias del Hollywood clásico, Los viajes de Sullivan (1941), el gran Preston Sturges imaginó a un director de cine especialista en comedias que, descontento con su trabajo, pretende rodar dramas sociales, la condición imprescindible, cree él, para crear auténtico arte con un lenguaje como el del cine. Tras innumerables peripecias, el director acaba por descubrir, en el peor momento de su vida, el carácter casi profiláctico del hacer reír con una historia, hasta terminar por olvidar sus veleidades, digamos, autorales. No muy lejos de estas elucubraciones parece situarse uno de los grandes cineastas de nuestro tiempo, Woody Allen: su última, puntual criatura anual, esta Melinda y Melinda que hoy nos ocupa, nace del intento de establecer cuál es el terreno que mejor se adapta para contar una historia, si el drama o la comedia.
MELINDA Y MELINDA
Dirección: Woody Allen. Intérpretes: Radha Mitchell, Amanda Peet, Will Ferrell, Chiwetel Eljofor, Chloë Sevigny, Wallace Shawn. Género: comedia dramática, 2004. Duración: 95 minutos.
Y como hiciera también Sturges, Allen se aplica a la tarea de mostrarnos que cualquier anécdota es susceptible de ser mirada desde cualquier prisma... y como el Sullivan del filme de 1941, también nuestro hombre entenderá que no existe un terreno privilegiado para hacer creíble la vida de un puñado de criaturas de ficción. Sencillamente, en manos de quien las crea está indicar cuál es la mejor forma para tocar la volátil alma del público.
Con una actriz soberbia, la australiana Radha Mitchell, haciendo el papel doble de la función; una apuesta entre dos creadores, un dramaturgo y un comediógrafo, y su inspiración intacta, Allen crea un gozoso juguete casi escénico, dos piezas en una (como en aquel espléndido programa doble cinematográfico que era Movie, movie, de Stanley Donen) que terminan confrontándose, alternándose e intercambiando sus momentos, aunque en claves distintas.
Y el resultado es una de las comedias mejor construidas en el cine del último Woody Allen (un cine que llevaba un tiempo, digamos desde Desmontando a Harry, un poco perdido de inspiración), un formidable ejercicio de escritura de diálogos, endiabladamente buenos aunque por momentos -es casi inevitable- suenen a conocidos: le ocurre, por ejemplo, en algunos de los pasajes en que interviene Will Ferrell, una suerte de sosias del Allen actor en la ficción. Y como siempre en la producción del neoyorquino, volvemos a encontrar aquí sus temas constantes: la fidelidad amorosa, el carácter inestable de la pasión, la fuerza de la amistad, los celos... la excusa perfecta para regresar a territorios conocidos que garantizan una hora y media de inteligente, brillante disfrute cinematográfico.
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