Orina 'pro nobis'
Refrendemos innecesariamente para empezar una obviedad giratoria: el mundo (político) da muchas vueltas y rara vez en el sentido previsto. A comienzos de la democracia, en los primeros años ochenta, un grupo de amigos (entre otros, Juan Benet) solíamos tener por antonomasia teratológica de los jubilosos disparates producidos por la recién recuperada libertad política las opiniones de mosén Xirinacs. Según este desastrado profeta, nuestro país no era sino un magma de pueblos esclavizados (el pueblo catalán, vasco o gallego, pero también el pueblo andaluz, extremeño, castellano, canario..., ¡incluso el pueblo madrileño!), gimiendo bajo la bota del imperialismo "español", cuya sede metropolitana impopular debía estar por lo visto en otro plano de la realidad o quizá al menos en otro planeta. Inocentemente, los burlones creíamos que esta cretinada no era más que la aberrante pero transitoria respuesta pendular al coercitivo hiperespañolismo unanimista del franquismo. Pecábamos de sencillez optimista. A pesar de la descentralización autonómica y del reconocimiento entusiásticamente institucional de la diversidad de idiosincrasias, la versión ideológica de España vigente más de dos décadas después se parece bastante más -al menos implícitamente- a la del arriscado mosén que a la sostenida por quienes nos reíamos de él.
No de otro modo creo que puede entenderse que se proponga muy en serio una reforma constitucional según la cual cada una de las regiones figurará explícitamente apellidada según la condición esencial de su adscripción al conjunto estatal: habrá naciones propiamente dichas, reinos, principados, archipiélagos, comarcas, terruños, rincones típicos y vaya usted a saber qué más. El objetivo no muy escondido de tal taxonomía es establecer la básica división entre quienes están en España (de una manera accidental y mientras obtengan recompensas o privilegios por ello) y los que son España, por falta de medios o de imaginación para aspirar a destino más alto. Según tal planteamiento, lo importante es que se mantenga la fundamental asimetría entre el estatuto de unos y otros, incluso por encima de la ventajas comprobables que obtenga de momento cada cual. Lo que cuenta es dejar claro que ni todos somos iguales ni, por tanto, podemos estar de igual modo junto a los demás o vernos tratados paritariamente..., lo cual es difícil de conciliar con la propia noción de ciudadanía en un Estado moderno, basada en la igualdad en derechos y deberes de todos los que disfrutan de ella. Quieren reinventar la sangre azul (o el Rh azul) aristocrático, pero a escala colectiva...
Todo esto, claro, en nombre de la diversidad. ¿Hay alguna palabra que un preboste o un intelectual servicial con los prebostes repita entre nosotros más que "diversidad"? Como no sea "pluralismo", no se me ocurre ninguna otra. Que España es un país diverso y plural en lo sociopolítico es cosa difícil de negar: ahí están las guerras civiles de los dos últimos siglos para probarlo más allá de toda duda. Lo que históricamente nos han sobrado son diferencias irreconciliables y lo que parece sensato echar de menos es la vocación de encontrar denominadores comunes para compartirlos en una unidad no coactiva. Probablemente la iniciativa bienintencionada del ministro Bono de homenajear el día de la fiesta nacional, con perdón, a un republicano que luchó contra los nazis y a un voluntario de la División Azul fue un gesto innecesariamente declamatorio y contraproducente. Pero bastantes de las críticas que ha recibido le dejan a uno estupefacto: se ha dicho que era equiparar a quienes defendieron la legalidad republicana con quienes la conculcaron, lo cual parece dar por supuesto que todos los antifranquistas defendían la legalidad republicana..., algo que de ser verdad hubiera impedido no ya la victoria de Franco, sino incluso probablemente la mismísima Guerra Civil. Además, si hablamos desde principios democráticos, no me parece a fin de cuentas que los defendieran mucho mejor quienes lucharon contra Franco en nombre de Stalin que los que lucharon contra Stalin en nombre de Franco. Sin embargo, el argumento más asombroso (¡y repetido!) es el de que la iniciativa de Bono equivale a emparejar a un etarra con una de las víctimas de ETA..., vamos, lo que ocurre un día sí y otro también en el Parlamento vasco. ¿Debemos entender entonces que, si mañana acabase el terrorismo ultranacionalista, dentro de sesenta años sería intolerable que un etarra nonagenario se sentase en un acto institucional junto a un guardia civil de su misma quinta? ¡Cuánto rigor! ¡Y yo que me temía que al día siguiente de dejar las armas habría un clamor general para que se aceptase sin melindres a quienes las empuñaron y a sus colaboradores en todas las instituciones políticas y sociales, mientras se tachaba de "crispadores" y "rencorosos" a quienes pusieran objeciones a ello! Se ve que no conozco el país en que vivo...
Por supuesto, el entusiasmo en el diferencialismo disgregador se reviste principalmente de argumentos tomados del nacionalismo etnicista. Es una amenaza que se cierne no sólo sobre la ciudadanía española, sino también sobre la europea. Organizaciones como la FUEV-UFCE (Unión federalista de las comunidades étnicas europeas) o el INTEREG (Instituto internacional por los derechos de los grupos étnicos y del regionalismo), con sedes respectivas en los länder de Schleswig-Holstein y Baviera, así como la revista Europa Étnica, son influyentes en las instituciones europeas, donde difunden una visión de pertenencia a la comunidad basada en el nacimiento y la tradición cultural, no en el humanismo político ilustrado que según ellos acaba con las raíces prepolíticas de los individuos. Como ha advertido el politólogo belga Jean-Paul Nassaux, "estamos en presencia de un proyecto que pretende refundar Europa a partir de las comunidades étnicas. La instauración de una Europa de las regiones constituye una pieza central de su dispositivo estratégico". El peligroso fantasma que recorre Europa no es el etnocentrismo, sino el etnologocentrismo: convertir la etnología (¡peor aún, a los etnólogos!) en luz y guía de la legitimación política.
En España, reclamarse de una identidad insoluble y malentendida ha demostrado tener múltiples ventajas: los procedimientos económicos escandalosos de ciertos caciques locales, por ejemplo, pueden no ser investigados para que no se clame contra tal injerencia centralista. O se declara "linchamiento moral" revelar al resto del país trapos sucios que todo el mundo conoce y nadie lava en la casa autonómica, porque tal revelación rompe la omertà mafiosa que es un ingrediente importante del orgullo identitario. También se obtienen beneficios en asuntos mucho más veniales: si la última novela de un escritor nacido en -por decir algo- Asteasu recibe una mala crítica, el maltratado siempre podrá aducir en su defensa la clásica incomprensión del imperio hacia los vascones y a lo mejor cuela; pero si hubiese nacido en Murcia, nadie aceptaría la explicación de que se le zarandea porque existe una tenaz animadversión contra los huertanos... De tal modo que todo el mundo ha aprendido la lección y el victimismo aprovechado de los nacionalistas ha creado escuela incluso entre quienes se declaran en sus antípodas ideológicas. Como muy bien señaló Edurne Uriarte, 'el nacionalismo de la identidad es, cada vez más, el regionalismo de los intereses' (en 'La competición regionalista', Abc, 31-8-04). Bien reciente está, por ejemplo, la cacicada del govern balear en el asunto de la Fundación Bartolomé March, aprovechando la transferencia del protectorado sobre fundaciones para amparar el cese punitivo del director Basilio Baltasar por haberse atrevido a denunciar -entre otras que nadie se atreve a negar- la irregularidad del Goya deslocalizado'. ¿Reformar los estatutos de autonomía? Si tal cambio fuera a emprenderse teniendo como objetivo el mejor funcionamiento del país en su conjunto, se daría por sentado que en algunos casos habrá que acelerar o ampliar las transferencias y en otros hacer revertir al Estado aquellas que han sido mal gestionadas o se han revelado disfuncionales. Pero esta última parte no puede ni mencionarse, porque de lo que se trata es de contentar a las jerarquías locales y reforzar su invulnerabilidad ante la inspección estatal, no de mejorar el funcionamiento real de la democracia. De modo que probablemente en las próximas reuniones de presidentes de comunidades autónomas convocadas por el Gobierno sólo tendrán cabida las advertencias prudenciales. En la Aste Nagusia del pasado agosto, el Ayuntamiento de Bilbao hizo públicas una serie de recomendaciones para disfrutar mejor de las fiestas sin perjudicar la ciudad. La más notable de ellas era: 'Orinar con moderación'. Evidentemente, el Consistorio bilbaíno no quería provocar uremias entre los festejantes: se refería a la acrisolada costumbre de mear en la vía pública y, resignado a su inevitabilidad, pretendía al menos aconsejar que no se practicase mañana, tarde y noche. Supongo que, con no menor resignación a estas alturas del desvarío, Zapatero intentará propiciar entre los presidentes autonómicos con mayor inclinación al reino de taifas una autorregulación parecida. Lo cual también explica las dudas de Ibarretxe sobre si participar o no en ese congreso, dado que él y los suyos lo que evidentemente reclaman es su derecho a mear fuera del tiesto y cuanto les dé la gana...
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
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