El factor Ava
Uno de los primeros sentimientos que ha despertado en mí leer el superestupendo libro de Marcos Ordóñez sobre Ava Gardner, Beberse la vida (El País Aguilar), ha sido la envidia. No por haberlo escrito, sino porque, para hacerlo tan bien como le ha salido, se obligó a rastrear y encontrar -como el reportero que también es- a una serie de personajes que fueron fundamentales en la España de la posguerra, surgidos entre el sector de la farándula y el famoseo y el de la profesionalidad cinematográfica más competente y posibilista.
Por debajo de todo el libro, homenaje a una mujer desgarrada y desgarradora que representa lo que hubo de glamour en nuestras vidas durante aquellos años duros, corre la veta gris de la cotidianeidad bajo el franquismo. Y precisamente porque el mundo de Ava Gardner en España pertenecía a los vencedores (aunque estaba trufado de disidentes y supervivientes), el retrato de la ausencia queda perfectamente claro. Pero eran los ausentes, no los marqueses de Villaverde, ni Perico Chicote o los espías de la colonia norteamericana, a quienes ella frecuentaba, eran los españoles de a pie quienes llenaban las salas de cine (de barrio, naturalmente) para calentarse con el resplandor de la mujer que se quemaba, como alguien cuenta en el libro, "como una vela ardiendo por los dos extremos".
Los hombres que estuvieron cerca de ella en sus borracheras y sus búsquedas la conocieron muy bien, y sus testimonios en el libro son fundamentales para comprender a una persona tan compleja, tan salvajemente libre en los almibarados años en que Hollywood tenía como virgen probeta a Doris Day. Pero más allá de estas voces, que son muchas y muy valiosas, está el coro silencioso de quienes la vieron iluminar sus vidas incluso en las películas en blanco y negro, incluso cuando mostraba un solo hombro, incluso cuando la historia en la que la habían metido era mala de remate.
Ava Gardner era una diosa, y en los cines de barrio le rezábamos. Más que a Rita Hayworth, otra buena mujer maltratada por el oficio. En cualquier caso, la propia Ava las fundió a las dos cuando hizo La condesa descalza, una historia basada más o menos en el descubrimiento para el cine de Margarita Carmen Cansino, Rita para la eternidad. Pero lo cierto es que Ava iba siempre un par de narices -y un par de copas, podría añadir, citando a Bogart- por delante del mundo, y eso es lo que, al fin y al cabo, le pedimos a nuestros dioses cuando les rezamos, cada cual a su manera. Que abran camino.
La vida libérrima de Ava Gardner en España, digo yo, alguna huella tiene que haber dejado en nosotros, obligados entonces a venerar oficialmente la honra, metida en una urna, de nuestra Doris Day, Carmen Sevilla.
Ejemplo:
-Mamá, ¿por qué Rossano Brazzi dice que no la puede hacer feliz porque no es un hombre completo? -pregunta a cuenta de La condesa descalza.
-Porque él no puede tener hijos -respuesta materna.
-¿Por qué necesita ella hijos para ser feliz? -pregunta filial seguida por bofetón materno.
O sea, que aprendí muchísimo a distinguir impotentes.
Dirán ustedes: ¿importan tales lecciones en los albores del tercer milenio, cuando estamos tan liberados? Parece que sí. El propio autor, mi amigo Marcos Ordóñez, me contó, saliendo de una de esas tertulias radiofónicas de "buen rollito", humor blanco y burricie total que tanto abundan, que allí unos indocumentados habían tratado a Ava, entre grititos de descubridores de exclusivas informativas del género ínfimo, de ninfómana y alcohólica. En este mundo hipócrita, en el que alguien puede pasarse un par de horas contando el efecto que le produjo un canuto aquella vez que se lo fumó hace siglos, y cómo se arrepiente de ello, ganas dan de ponerse en jarras e ir de radio en radio explicando, en plan provocador, la razón (contada por ella misma) de su pasión compartida con Frank Sinatra y sus 50 kilos de peso:
"Pues mirad, chicos", contaría una a los niños del micro beato, "según Ava, es que eran tres kilos de Frank y 47 de polla".
Tratamiento de choque. Es necesario.
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