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Una odisea de la Tierra

La lectura de 2666 -partiendo desde "La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la Navidad de 1980..." hasta cerrar, 1.119 páginas después, con "Poco después salió del parque y a la mañana siguiente se marchó a México"- es una de esas raras, exquisitas y asombrosas experiencias que muy de tanto en tanto nos ofrece la literatura. Es decir: lo que promete y cumple 2666 -nóvela de Roberto Bolaño compuesta a su vez por cinco novelas, La parte de los críticos, La parte de Amalfitano, La parte de Fate, La parte de los crímenes y La parte de Archimboldi- es el tan gratificante como sobrecogedor paisaje de ver y de leer cómo un escritor se lanza a la caza de la novela total que no sólo cierra toda una obra, sino que, al mismo tiempo, la redefine y la eleva hasta alturas de vértigo.

Y está claro que hay dos tipos de novela póstuma. Está el modelo zombi por voluntad médium de familiares y editores revolviendo cajones. Y está el especímen más raro y noble: la novela que se vive y se escribe corriendo por el borde del abismo. Tal es el caso de 2666 -así lo explican sendas notas de Ignacio Echevarría y de los herederos de Bolaño- y de ahí que resulte fácil, y acaso inevitable, emparentar su prosa tan crepuscular como encandilante con la inminencia de un adiós presentido por su autor. Por fortuna, 2666 nada tiene que ver con una última voluntad a mitificar por reflejo automático: pocas veces se ha leído un libro póstumo más vital.

2666 es también la hermana gemela -diferente pero complementaria- de Los detectives salvajes (1998), esa otra novela inmensa que consagró a Bolaño como el nuevo gran nombre de la literatura latinoamericana. Pero si aquél era el libro de la poesía y de los poetas -los realistas viscerales partiendo desde América a la conquista del mundo y del enigma de la poetisa Cesárea Tinajero-, 2666 funciona como el libro de la novela, y sus cultores se desplazan en sentido inverso. Aquí la salida es el Viejo Mundo, el lugar a dónde llegar es la ciudad mexicana de Santa Teresa (máscara que apenas esconde a la Ciudad Juárez asesina serial de mujeres) y el tótem esquivo, el escritor alemán Benno von Archimboldi. Contundente, aluvional, polimorfa y perversa, sobrecogedora y al mismo tiempo desopilante, puede definirse a 2666 como "novela cósmica" porque -igual que sucede con el universo- lo decisivo y admirable no es que no esté terminada, sino que no tenga fin. Es entonces cuando 2666 -como los big bangs también póstumos e inconclusos pero definitivos que son En busca del tiempo perdido y El hombre sin atributos- se consagra como artefacto sin límites donde lo que vale no es la pasajera solución del misterio, sino su eterna e intacta permanencia.

Así, la odisea terrena de 2666 produce en el lector el mismo efecto evolutivo que produjo sobre hombres prehistóricos y astronautas aquel monolito ominoso en otra obra maestra con nombre de año: 2001: Odisea del espacio. Recuerden: ese objeto negro y alien del filme de Kubrick disparando desde su interior un fulminante rayo de voces que anulaba toda posibilidad de pensar en otra cosa que no fuera en él, en eso. Eso que otra vez está aquí y que -por suerte para nosotros- ha llegado para quedarse.

Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) es escritor. Su última novela publicada es Jardines de Kensington.

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