Mar adentro: las otras orillas
Parece fuera de toda duda la extraordinaria calidad cinematográfica de la última película de Alejandro Amenábar, Mar adentro. Si a la exquisita sensibilidad visual y musical que le imprime su director se le añade el impresionante trabajo de todos los actores, comenzando por el inigualable Javier Bardem, el resultado no puede ser otro que el obtenido: una de las más bellas películas que los espectadores hemos tenido oportunidad de ver en los últimos tiempos.
La paradójica belleza heroica de la historia de Ramón Sampedro, de su lúcida lucha por que su libertad fuera respetada hasta el final, ofrecía un argumento tan difícil como atractivo. Y Amenábar ha sabido aprovecharlo para ofrecernos una sabia mezcla de tragedia clásica, frescor intimista y humor galaico. Mar adentro, independientemente de la suerte que tenga en la carrera hacia los Oscars, pertenece ya al elenco de las películas históricas del cine español. Pero... Sí, hay peros.
"En la película, las posiciones morales no son más que un trasunto de los sentimientos"
El pero es que toda la extraordinaria belleza visual que derrocha la película está al servicio de un argumento ideológico ya previamente cerrado y concluido. El de que Ramón Sampedro tenía "toda la razón", y que todos los que no compartían su visión eran ideológicamente retrasados, o tenían oscuros intereses que defender. Por eso son descarnada e injustamente caricaturizados en el filme.
Así, la extraordinaria sensibilidad de la película, más que para ofrecer una presentación de las luces y oscuridades de los argumentos racionales de uno y otro lado, se utiliza para mover los sentimientos y la simpatía del espectador hacia la causa de Sampedro. Esto en ética tiene un nombre. Se llama emotivismo: las posiciones morales no son más que un trasunto de los sentimientos.
Es bien significativo que el análisis que más se oye de labios de los espectadores, al final del filme, se limite a frases como "me ha hecho llorar" o "me ha emocionado".
El emotivismo del guión de Amenábar contrasta paradójicamente con la constante reivindicación de Sampedro de que se le ofrezcan "razones" para rechazar su petición.
Por eso creo que la película es, en el fondo, cobarde. No hay más que colocarla al lado de una película como Pena de Muerte (1995), dirigida por Tim Robbins e interpretada por actores nada sospechosos de conservadurismo como Susan Sarandon o Sean Penn, para apreciar los contrastes entre una y otra. En Pena de Muerte el espectador tiene que asumir hasta el final la responsabilidad de posicionarse: el argumento está abierto, y cada uno tiene que elegir de qué lado se queda en la solución al problema moral de la licitud o ilicitud moral de la pena de muerte. La película de Tim Robbins es también extraordinariamente sensible, pero no juega con los sentimientos del espectador para inducirle a que se posicione de una determinada manera. Esto es lo que sucede, en cambio, en Mar adentro.
Otro elemento que distorsiona la valoración crítica de la película es la idea, amplificada hasta la saciedad por los medios de comunicación, de que la película vuelve a plantear el problema de la eutanasia. Y es que esto es sólo una verdad a medias. Digo a medias porque la película sólo plantea una mitad del problema moral de la eutanasia. Y precisamente la mitad que una buena parte de los especialistas en bioética, incluso algunos que provienen del mundo de la teología moral católica -Hans Küng, por ejemplo-, y muchos ciudadanos, ya han dado por superado hace tiempo. Es la cuestión de si resulta aceptable que alguien desee gestionar su autonomía moral personal, su proyecto vital y su cuerpo, hasta el final, esto es, incluso hasta decidir su propia muerte.
Desde la perspectiva de la ética filosófica, racional y secular, no hay argumentos para oponerse a esta idea. Incluso el mundo jurídico así lo entiende: nadie es detenido por haber intentado suicidarse, como muy bien decía, con toda la razón, el propio Sampedro.
El verdadero problema moral y jurídico actual de la eutanasia no es, por tanto, ese que plantea la película de Amenábar. El mar tiene más orillas. Y una es ésta: si el reconocimiento del derecho personal a la gestión de la vida y de la muerte implica la potestad de otros, o incluso su deber, de corresponder a la petición de muerte. Es decir, ¿puedo o debo dar yo muerte a otro cuando me lo pide?
En el caso de los profesionales sanitarios -que sorprendente y tristemente, no aparecen para nada en la película- el problema se agudiza por la tradicional identificación del fin de su profesión con el ideal de proteger la vida o la salud. O sea, ¿puedo yo, médico o enfermera, entrar mar adentro contigo, paciente que me lo pides, o tengo la obligación moral de quedarme en la orilla, porque ese viaje que me propones no puedo hacerlo contigo, aunque entiendo que tú lo hagas?
Y esta segunda orilla del problema lleva directamente a una tercera. Es ésta: aun en el caso de que podamos aceptar éticamente que, en determinadas situaciones, uno puede dar muerte a otro cuando éste se lo pide, queda el problema de lo que sucederá cuando esto se convierta en una práctica social. Es decir, cómo pasar del ámbito privado al público estableciendo salvaguardas éticas y jurídicas suficientes para evitar abusos. Los 1.000 casos anuales de eutanasia sin petición expresa del paciente de la experiencia holandesa de la década de 1990 deberían alertarnos a este respecto.
Nada de esto aparece en la película de Amenábar. También es verdad que no tenía ninguna obligación de plantear tales cuestiones. Lo que fastidia es que la extraordinaria belleza de sus imágenes y su música esté consiguiendo hurtar a los españoles la necesidad de plantearse abierta, crítica y seriamente toda la complejidad del problema moral y legal de la eutanasia. Esto es, sin argumentos emotivamente cerrados a priori.
Pablo Simón Lorda es médico de familia, especialista en Bioética y profesor de la Escuela Andaluza de Salud Pública en Granada.
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