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El Louvre rescata tras cuatro siglos de olvido la obra de Primatice

Francesco Primaticcio, conocido posteriormente como Primatice, nació hace 500 años en Bolonia (Italia) y murió en 1570 en Fontainebleau (Francia). Cuando aún no ha cumplido los 20 años es ya uno de los pintores más prometedores de Venecia para luego perfeccionar su técnica junto a Giulio Romano, en Mantua. El célebre Vasari le consagrará una biografía artística, algo que sólo hizo con Miguel Ángel, Tiziano, Jacopo Sansovino y con él mismo. En 1532 Primatice marchó a Francia para ponerse al servicio de François I y su proyecto de convertir su castillo de Fontainebleau en la primera obra francesa capaz de integrar el refinamiento del manierismo italiano. Durante más de 30 años, Primatice no ejerce como maestro de jóvenes artistas, sino como contratista de talento confirmado. Su obra se prolonga en la de Toussaint Dubreuil o a través de la de Rubens, pero los nuevos intereses de la monarquía, que va a edificar Versalles como único centro de poder de un Estado centralizado, hacen que Louis XIV considere que el mundo de Primatice ya no le es útil, que aquella mitología de piedra o pintura ya no le sirve. Y los siglos sucesivos no fueron más benévolos. Su obra fue vendida, desmantelada, abandonada o, finalmente, destruida.

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Mundo de dioses y héroes

Hoy el Louvre expone, hasta el 3 de enero, 175 dibujos, 50 grabados, 20 pinturas, 25 esculturas y cuatro tapices de lo que fuera el "imperio Primatice", la punta de un iceberg cuya parte sumergida lo ha sido para siempre. Muchos de esos dibujos son la "fotografía" de monumentos o edificios desaparecidos. La mayor parte de las pinturas reproducen modelos creados por Primatice y que corresponden a un mundo de dioses y héroes, en el que gobierna la inteligencia sin que la moral religiosa la frene.

La apoteosis de belleza muscular propuesto por Primatice se complementa en el mismo Louvre, y durante el mismo lapso de tiempo, con una extraordinaria exposición-encuesta dedicada a una pintura de Rosso Florentino: su maravilloso Le Christ mort, del que no se sabía ni cuál era el destino inicial del cuadro ni las razones de un espectacular pentimento de Rosso, ni tampoco la influencia del cuadro a través de los siglos. En el Louvre descubrimos cómo la obra había sido pensada para un altar preciso de la capilla del castillo de Ecouen, propiedad del condestable de Montmorency. El museo propone, a través de un hábil juego de reconstrucción fotográfica, que veamos el cuadro para el lugar para el que fue concebido.

Lo que queda es el atrevimiento iconográfico del pintor, que presenta a Jesucristo totalmente desnudo, hace que su cuerpo descanse sobre cojines que llevan las armas de Montmorency y que sustituyen el tradicional retrato del comanditario arrodillado y, sobre todo, presenta a la Virgen con los brazos extendidos, abiertos, crucificada por el dolor ante su hijo muerto. Siglos más tarde, Delacroix y Degas recuperarían para sus obras el potencial de esta composición.

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