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Columna
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A favor del pasquín

Pobre de aquel que, a partir de enero, trate de anunciarse gratis en una farola de esta Villa o pretenda alquilar su pisito por medio de un comunicado en una marquesina. Pobre de aquel que le dé unas perritas a un desempleado, inmigrante o no, para que nos atiborre a octavillas en el paseo del Prado con la oferta de un menú baratísimo y suculento en las cercanías. O para que nos invite a ver señoras en pelotas en la nocturnidad de la Gran Vía, con el consiguiente trabajo para el viandante de perseguir una papelera en la que depositar después el anuncio que ya conoce de antemano. Y supongo que pobre de aquel que para conmemorar la defunción en accidente de tráfico de un ser querido ate a una farola un ramo de flores o encienda cirios por las avenidas para crear ambiente mortuorio o escaparates de santería impropios de una ciudad moderna. Todos ellos serán sancionados de un modo ejemplar por iniciativa de la concejal de Medio Ambiente.

Líbreme Dios de poner reparos al empeño de la edil en dejarnos Madrid más limpio que una patena. No seré yo quien para obstruir los buenos deseos municipales me ponga ahora a defender las carencias de los pequeños emprendedores y los modestos comerciantes que tratan de hacerse oír en medio del barullo de la publicidad de altos costes, inaccesible para ellos. Tampoco quiero hacerle reproche alguno a la concejal sobre sus impedimentos a quien procura resolver modestamente su vida con la ayuda de esta baratija publicitaria. Ni siquiera le reprocharé a la derecha municipal la falta de estímulos a la pequeña empresita, a los emprendedores, en coherencia con su convicción de que o eres un empresario de verdad o no eres nadie.

Comprendo muy bien que una concejal de Medio Ambiente tenga como prioridad la ciudad pulcra. Pero la Corporación tendría que dar el primer paso en este sentido y eliminar por su cuenta las tentaciones de pecado de los posibles infractores, eliminando, antes de perseguirlos ferozmente, unas cuantas marquesinas y chirimbolos innecesarios, incluso farolas sobrantes, y hasta heredadas cruces o monumentillos religiosos de anteayer, a los que no sé si la normativa menciona como espacios prohibidos para anunciarse. Esta prudente medida de higiene del lugar que ocupa el desmesurado mobiliario urbano con que la anterior Corporación quiso adornarnos sería de tan sabia aplicación por el Ayuntamiento actual que de no cumplir con ella habría que someter a sus propios responsables a alguna rigurosa medida de las que se contemplan en la nueva ordenanza. Y para que todo no quede en sanción y reprimenda, en pura prohibición, podría el Ayuntamiento añadir a su afán por poner orden y limpieza la atención a la necesidad real del improvisado anunciante y a la curiosidad del ciudadano que se sirva de ese tipo de información, por medio de tableros gratuitos de anuncios, situados en lugares visibles, con especial diseño y protegidos de la lluvia, tarea esta última para la que no cabe descartar la colaboración de la Concejalía de las Artes.

Podría incluso incrementarse el atractivo de esta oferta publicitaria si se le acompaña de algunos panfletos en los que los ciudadanos sin acceso a otros medios puedan expresarse libremente. Y hasta es posible que, sin incremento de gastos y con patrocinios comerciales, consiguiera la concejalía promover este tipo de participación a través de la creación de premios al mejor anuncio y al mejor panfleto. Por lo demás, los ciudadanos que no son capaces de decir que no al pobre repartidor que les entrega una octavilla, y que luego son insolidarios con la ciudad tirando el papelillo donde les viene en gana, menos en la papelera, quedarán agradecidos al Ayuntamiento porque no se les sanciones a ellos como sería preciso. Y los otros solidarios ciudadanos, que tienen que perseguir una papelera como penitencia a su generosidad con los repartidores, tan numerosos, renunciarán a recoger premio alguno a sus maneras cívicas.

Me dijo un día Álvarez del Manzano, siendo alcalde de esta Villa, que el problema de la limpieza de Madrid radicaba en buena parte en que la transitábamos ciudadanos que no teníamos la ciudad como nuestra y nos importaba un pepino ponerla hecha un asco. Alguna razón tenía. Desde entonces, no es que salga con una escoba a la calle para subsanar las deficiencias de la limpieza pública, pero cada vez que meto una octavilla en una papelera beso a Madrid en sus morros.

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