El lado oscuro
Los acontecimientos diarios me recuerdan con frecuencia el ingente papel que desempeña Estados Unidos en las vidas de distantes mortales. Yo no odio a Estados Unidos. No puedo, porque me criaron T. S. Elliot y Pete Seeger, Ella Fitzgerald y Sylvia Plath. Porque necesito que Charlie Brown y Alfred E. Neuman formen parte de mi vida. Y Audre Lorde, Miles Davis y Paul Simon.
Pero Allen Ginsberg aúlla en mi cabeza: "América, ¿por qué están tus bibliotecas llenas de lágrimas?". Los que yo consideraba como fantasmas ya no parecen tan apolillados. Vietnam, Cuba, Afganistán, Panamá, Granada, Yugoslavia: millones asesinados por razones fútiles. Se lanzaron bombas rabiosas sobre Libia, Sudán, Somalia, Líbano y, durante años, en las "zonas de exclusión aérea" de Irak, basándose en sospechas. Gobiernos -muchos de ellos elegidos democráticamente- desestabilizados, atacados o puestos en entredicho: Chile, Nicaragua, Guayana, El Salvador, Guatemala, Granada, Grecia, Indonesia, Brasil, Camboya, Costa Rica, República Dominicana, Timor Oriental y Haití. Todas operaciones, dicen los periódicos, apoyadas por la CIA.
EE UU declaró guerras, financió levantamientos y entrenó a mercenarios
¿Por qué un país que proclama las libertades democráticas no hace más que atropellarlas?
¿Por qué un país que proclama sin cesar la primacía de las libertades democráticas no hace más que atropellarlas? ¿Podría entonces ser justamente al revés: debido a que tiene un historial semejante de socavar la democracia, la libertad y los derechos humanos en otras tierras, Estados Unidos necesita hacer tanta publicidad de sus virtudes?
No, yo no creo que Estados Unidos sea maligno. En parte, porque echaba la culpa a la CIA y a sus agentes de todo lo malo que pasaba en mi infancia india privada de McDonald's y Coca-Cola, hasta el punto de que casi les culpaba por tener que hacer los deberes del colegio. En parte, porque es una nación fundada sobre espléndidos principios.
Pero mi gratitud hacia Estados Unidos se desdibuja ante otros recuerdos: de EE UU obligando a que se consuman los caros medicamentos contra el sida de fabricación estadounidense en países africanos empobrecidos que se tambalean por la pandemia, e intentando impedir que puedan comprar opciones genéricas más baratas que salvarían miles de vidas. Y recuerdo a María, de Angola. La bella María, con los ojos rebosantes de sueños. Nació durante la guerra civil de 30 años financiada por Estados Unidos, que destruyó su hogar, mató a su padre y mutiló a su país.
Pero el horror del 11 de septiembre de 2001 acalló incluso a los críticos más acerbos de Estados Unidos. Hasta la guerra "preventiva" contra Irak, basada en falsa propaganda sobre la complicidad de Sadam Husein en el 11-S y en sus imperceptibles armas de destrucción masiva. Sorprendentemente, Sadam está siendo juzgado por crímenes que se extienden a lo largo de 30 años, la mayoría de ellos cometidos cuando Estados Unidos era su inquebrantable amigo. Le recuerda a uno la época en que Estados Unidos invadió Panamá y trincó a Noriega, y la mayoría de los crímenes de los que le acusaron se remontaban a cuando era un fiel aliado de EE UU.
Es sobre este Estados Unidos con rostro de Jano sobre el que escribo. Sobre lo que supone para nosotros, los no estadounidenses, afrontar la verdad del lado oscuro. Puede que Estados Unidos sea genial, como explica Dinesh D'Souza en su libro What's so great about America, pero ¿no tendría que ser bueno además? ¿Hablar de lo que es genial en Estados Unidos sin hablar de lo que está mal no hinchará las cualidades más nocivas del país?
Fijémonos en Afganistán. Un país destruido porque Estados Unidos libró su guerra fría con la Unión Soviética en su suelo, creando de paso a gente como Osama Bin Laden al subvencionar, entrenar y dar alas a los muyahidin. Aquí, en India, estos muyahidin han asesinado a unas 40.000 personas en Cachemira. Curiosamente, cuando dichos "luchadores por la libertad" atacaron Estados Unidos se metamorfosearon rápidamente en "terroristas".
Durante décadas, Estados Unidos ha declarado guerras, financiado levantamientos y entrenado a mercenarios, aparentemente para mantener alejada a la gran conspiración comunista que amenazaba la libertad y los derechos humanos en todo el mundo. Ahora es la conspiración de la militancia islámica. ¿Hasta cuándo seguiremos agachando la cabeza?Afortunadamente, no todos los estadounidenses agachan la cabeza. Hay espacio para la drástica disidencia de Noam Chomsky, para las críticas de Joseph Stiglitz. La gente como ellos y otros profesionales honrados nos hacen admirar una vez más a Estados Unidos.
Cuarenta años después de la Ley de los Derechos Civiles, éste es el país que prefiero ver: Estados Unidos como una nación justa que vive las libertades democráticas que predica. Todos los días, en todo el mundo, millones de personas como yo entresacan fragmentos de ese Estados Unidos -un poema, una canción, un razonamiento- de entre la furiosa maraña de promesas rotas y agresiones descaradas, para embellecer con ellos nuestros mundos privados. Y seguimos en deuda con un Estados Unidos que con gran rapidez se está haciendo invisible. Si desaparece completamente, ¿el Estados Unidos que quede no será más que una concha, una grandeza hueca, vaciada de la integridad y el sentido de la justicia que una vez reconoció la igualdad moral con otros países?
© openDemocracy, 2004.
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