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Columna
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EE UU y nosotros

Resulta muy peculiar, y en todo caso peligrosa, esa autoestima que lleva a nuestro presidente del Gobierno a recetar a todas las democracias que participan en la intervención en Irak que dejen solos a los Estados Unidos, retiren sus tropas como él hizo e impongan esa magnífica verdad hoy al parecer intangible según la cual los iraquíes han decidido en mayoría, nadie sabe cómo, unirse a la llamada insurgencia y matar a los compatriotas que quieren alistarse en la policía del Gobierno provisional con los nada deshonestos objetivos de ganarse la vida al tiempo que crean orden y forjan seguridad para la sociedad civil. Tranquilos todos porque a nuestras relaciones con Estados Unidos ya no puede perjudicarlas una declaración semejante. Haya habido o no disculpas posteriores -como se dice- en la Embajada norteamericana en la calle Serrano de Madrid, lo claro es que muchos de los que, desde una trinchera u otra, se refieren a nosotros, nos ven como adalides y promotores de la deserción en momentos cruciales.

Cierto es que ésta, la deserción en tiempos de guerra, ha sido heroica en muchas ocasiones, la última vez entre los europeos probablemente cuando los jóvenes alemanes huían del frente oriental en 1945 para no recibir órdenes que suponían sumarse al crimen o aceptar la muerte segura. Pero las sonrisas de Jacques Chirac y Gerhard Schröder en la cumbre "del núcleo centroeuropeo" en Moncloa nunca borrarán la percepción de que España fue inducida a o convencida para abandonar un escenario de guerra dejando a sus aliados con un problema añadido en el peor momento de crisis. Chirac y Schröder pueden hoy tener esperanzas de normalizar sus relaciones con Washington. Para el Gobierno español se antoja el asunto mucho más complicado. Y nuestros dos entusiastas aliados y ayer invitados tienen escaso margen para agradecer los gestos madrileños. Tienen otras preocupaciones serias y muy propias. Y la pieza la dan por ganada como otros la dan por pescada.

La aparente solución a estos problemas transatlánticos es hoy al parecer el entusiasmo incondicional por el candidato demócrata a las elecciones norteamericanas, Kerry. Leyendo, viendo y oyendo a los medios de comunicación españoles da la impresión de que el señor Kerry es una especie de Willy Brandt con fortuna personal. Pues no. Las fobias son malas consejeras, también en la política, aunque en ocasiones resulten efectivas a corto plazo. La ridiculización y la demonización de Bush son fáciles porque el personaje aporta todos los elementos necesarios. Pero la vida es muy complicada. Y la vida política norteamericana hoy más, aunque el desprecio y la arrogancia europea impidan que aquí se vea y sepa. El candidato Kerry es meramente la opción anti-Bush. Y es una opción que tiene muchísimas más probabilidades de perder que de ganar. No porque el muy desagradable personaje George W. Bush vaya a conquistar más sentimientos, esperanzas y convicciones de los norteamericanos después de todos los desastres habidos, de sus mentiras, medias verdades y siniestras conexiones con los gremios más rapaces de la sociedad que gobierna, sino porque Kerry no parece ilusionar realmente ni a los peores enemigos del actual inquilino de la Casa Blanca.

Si no cambian mucho las cosas, Bush será, rompiendo la tradición familiar, un presidente de dos mandatos. Y quienes en Europa están haciendo campaña contra él y a favor de un contrincante manifiestamente débil, están cometiendo errores que se deben tanto a una animadversión cuasi infantil como precisamente a esa sobredosis de ideología que le adjudican al objeto de su odio. Y que se volverán contra los intereses de la sociedad que los ha elegido. Cada manifestación encabezada por Michael Moore es un festín de votos para Bush. Cada festín arrogante y excéntrico como los organizados en Nueva York durante la Convención Republicana es un revés para Kerry. Quienes ven en España la película Fahrenheit 9/11 no votan allí, pero algún político carpetovetónico aún no se ha dado cuenta. Hay que viajar un poco más para ver con cierta exactitud y lucidez las dimensiones y el calado de las cosas.

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