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Columna
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Precios justos

Frenaron la erosión durante centenares de años levantando paredes en las laderas de las montañas con piedra seca; plantaron un algarrobo, un olivo, un almendro en el más diminuto bancal donde pudiese entrar el mulo y el arado; y formaron sus familias y vieron crecer a su prole en pueblecillos de aspecto austero y mal comunicados, o en masías: eso era en el secano valenciano por lo general abrupto y montaraz. En los llanos cercanos al mar, la huerta era como una sucesión de paños belgas con adornos y encajes de Brujas, Gante o Amberes. Todavía quedan algunos retales de esos paños en los alrededores del Cap i Casal de todos los valencianos, donde el vecindario puede constatar un primor de siglos cultivando la tierra y facilitando el sustento a decenas de generaciones. Mucho trabajo y mucho esfuerzo hay en el pasado de los agricultores valencianos, que son cada día menos. Y no se trata aquí de entonar un canto lírico y bucólico a un pasado que viene desapareciendo entre el silencio de la niebla y la modernidad; se trata más bien de no perder la memoria. Y se trata también del sabor de almendras amargas que le queda a uno en la boca cuando se acerca a la Estación modernista de Valencia para subir a su tren de cercanías y tropieza con unos cuantos agricultores, que protestan regalando el fruto de su trabajo: berenjenas, cebollas, pimientos, sandías amargas sin precios justos.

Ese era el mensaje de la protesta: Volem preus justos. Sobre esa injusticia en los precios de los productos agrícolas reflexiona uno en el tren de cercanías mientras a través de la ventanilla distingue los huertos de naranjos inundados por una copiosa lluvia que los campos no absorben. Una injusticia que, según los dirigentes de nuestro campesinado y tienen razón, radica en la enmarañada y poco clara comercialización de sus productos. Una comercialización que ha de ser otra a partir de la iniciativa de los propios agricultores y con la ayuda de las administraciones públicas. No es de recibo que uno pueda comprar en el mercado de abastos una caja de excelentes tomates a veinte céntimos el quilo para hacer conserva doméstica, y unos centenares de metros más abajo los compre su vecino a un euro. Algo no funciona, o funciona muy mal en un País Valenciano de glorioso pasado agrícola. Pero no se trata tan sólo de la comercialización.

Aquí, aunque no lo parezca, los productos agrícolas son relativamente baratos. Estamos acostumbrados a desembolsar un dinero considerable en coches, seguros, fiestas, vacaciones, segundas residencias y sofisticados cuartos de baños con sistemas de hidro-masajes. Bien está, si también estamos dispuestos a pagar un euro por un quilo de excelentes tomates, sabiendo además que al menos cincuenta céntimos son para quien los sembró, regó, construyó la barraca de cañas para que crecieran las tomateras y las desbrotó, y se levantó temprano para cosechar y poner su producto en el mercado. Nuestros agricultores, aunque ya no son tan numerosos, requieren un respeto que se ha de traducir en precios justos.

En el tren de cercanías que recorre los huertos inundados, a uno le evoca la memoria el personaje dramático de Caín el labrador poco considerado en su entorno de la pieza de teatro de Joan Oliver Allò que tal vegada s'esdevingué. Un Caín laborioso y honesto, con una gran entereza, y que tiene como contrapunto a un Abel pastor, holgazán, hipócrita y narcisista que vive mirándose el ombligo. Más que a los melones regalados, los valencianos deberíamos con más frecuencia dirigir la vista hacia nuestros agricultores.

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