Tras la tormenta de banderas
El domingo por la mañana, antes del comienzo de la gran manifestación contra Bush, los helicópteros sobrevolaban las avenidas cortadas al tráfico, y sus palas resonaban con más claridad en el silencio. Grupos de policías de uniforme vigilaban las bocacalles junto a las barreras levantadas de esquina a esquina. El centro de Manhattan tenía esa profunda quietud de las ciudades vacías durante las vacaciones de agosto, pero la sombra del helicóptero sobre el asfalto recalentado y la abundancia inusitada de policías daban indicios de una tensión que se ha ido prolongando durante la semana con grados diversos de congestión urbana, según lo cerca que anduviera uno de los hoteles donde se alojaban los delegados republicanos y de la siempre antipática fortaleza del Madison Square Garden.
La borrachera de las palabras lleva unas veces al éxtasis y otras al ridículo
La ciudad los ha recibido con esa mezcla neoyorquina de indiferencia y fastidio que da paso con tanta rapidez a la abierta irritación. El jueves por la mañana, las calles que flanquean el hotel Waldorf Astoria estaban cerradas, lo cual ocasionó un atasco agobiante. Hombres corpulentos, jóvenes, con trajes oscuros y vulgares, con gafas de sol, con auriculares incrustados en los oídos, montaban guardia en las aceras y se mezclaban con los porteros uniformados y el barullo en la entrada del hotel. Ni en la Ciudad Universitaria de Madrid en vísperas de la muerte de Franco había visto yo tantos policías: docenas, cientos de ellos, con sus uniformes azules, sus gorras de visera, sus pistolones y sus porras flanqueando caderas habitualmente anchurosas. En un momento dado sonó un silbato y los vi venir en dirección a mí y me entró un sobresalto como los de los preámbulos de las manifestaciones de hace treinta años.
El jueves las caras de los guardias estaban más alerta y más tensas. Casi mil detenidos permanecían en los calabozos municipales, sin que se hubieran formulado cargos contra ellos, quizás tan sólo para mantenerlos lejos de las calles mientras durara la convención. Pero el jueves por la tarde un juez enérgico ordenó al Ayuntamiento que los soltara de manera inmediata, amenazando a las autoridades municipales con una acusación de desacato y con una multa de mil dólares por cada detenido.
En España las manifestaciones tienden a lo áspero y a lo solemne. En Nueva York, la manifestación del domingo se parecía por momentos al desfile de Halloween. El calor húmedo de agosto favorecía el relajo indumentario, y las pancartas de contenido severamente reivindicativo o pacifista no eran más numerosas que las que mostraban consignas con juegos de palabras, caricaturas de Bush y dibujos humorísticos. La coincidencia entre el nombre familiar del vicepresidente -Dick- y un término que designa, no sin grosería, el miembro masculino, daban mucho juego visual y verbal. La multitud de los manifestantes se parecía a lo que para las imaginaciones republicanas del interior integrista del país debe de ser la pesadilla de la jungla pagana de Nueva York: extremistas políticos, homosexuales descarados, locas con mallas rosas llevando por la correa a caniches teñidos de rosa, artistas irreverentes, canosos veteranos y veteranas de las luchas civiles de los años sesenta, incluso comunistas con banderas rojas, estrellas doradas, hoces y martillos. Hasta había un señor solitario, de piel tostada y rasgos africanos que llevaba un rudimentario cartel hecho con un trozo de cartón y una varilla de paraguas en el que se leía una consigna en español: Patria o Muerte, Cuba con Fidel.
Un lugar prominente lo ocupaba la marcha bufa del millón del multimillonarios a favor de George Bush: ellos de esmoquin o de frac y ellas con diademas de bisutería, tacones de aguja y largos vestidos de gala. "Privaticémoslo todo", decían las pancartas, "¡Más campos de golf, menos escuelas públicas!", "Solidaridad con nuestras compañías petroleras", "Eliminad más bosques en menos tiempo". En las esquinas, los policías observaban tras sus gafas de sol, apoyándose en las vallas que cortaban las calles.
A más de un activista demócrata el éxito de la manifestación le habrá causado cierta inquietud. Nada más fácil para los republicanos que apuntar hacia esas imágenes de gente excéntrica y alborotada como pruebas del extremismo que achacan al bando contrario, espantajos fácilmente amenazadores para asegurarse el favor de votantes reaccionarios y medrosos. Para ellos, el espectáculo de la convención representaba un mundo que era el reverso exacto de lo que se estaba viendo en las calles de Manhattan, que muchos delegados pisaban por primera vez en sus vidas, con bastante zozobra. Nueva York es sucia, agitada, estridente, sospechosa de paganismo, demócrata en una proporción abrumadora de cinco a uno: el interior del Madison Square Garden era como una burbuja de patriotismo, religiosidad y valores familiares, un shopping mall inmenso en el que probablemente se contenía la mayor cantidad de banderas, globos, sombreros y objetos tricolores del mundo. Se sentaba uno frente al televisor y se le iban las horas: invocaciones a la bendición divina en todos los discursos, a la firmeza militar, al sueño cumplido de los emigrantes que llegan al país y trabajan duro y respetan las leyes y acaban siendo estrellas del cine, gobernadores, empresarios, miembros del Gobierno. La borrachera de las palabras es tan prodigiosa como la de las banderas, y alcanza un punto de saturación que lleva a los participantes unas veces al éxtasis y otras al ridículo, y en ocasiones simultáneamente a los dos.
Entran al escenario las banderas portadas por hombres de uniforme y escoltadas por soldados con mosquetones y todo el mundo se pone en pie y se lleva la mano al corazón mientras suena el himno nacional cantado con aires de soul por una negra bellísima. Habla Arnold Schwarzenegger y se presenta a sí mismo como ejemplo del triunfo del sueño americano, al que también alude poco después la secretaria de la Vivienda, que se define a sí misma como "Asian Pacific American", contorsión verbal que le permite no calificarse de china y provocar un conflicto diplomático, porque es nativa de Taiwan. Del mismo sueño, de la "promesa de América", habla un senador que huyó de niño de la Cuba castrista, y luego una dignataria de nombre y rasgos hispánicos.
Después de muchas horas de retórica y de aturdimiento, y después de observar el temple frío de Dick (perdón) Cheney y el populismo sentimental y arrogante de Bush, hay que hacer un esfuerzo para no olvidar que casi todas las cosas son exactamente al revés de lo que se ha estado diciendo tan machaconamente: Bush y Cheney acusan a John Kerry de falta de coraje, pero fue él quien estuvo en Vietnam mientras ellos dos se escaqueaban del Ejército; Bush se presenta como un tipo campechano y común, cercano a la gente emprendedora y humilde, pero en realidad viene de una familia privilegiada de Nueva Inglaterra, y su política económica ha favorecido con descaro a los más ricos; Bush acusa a los demócratas de despilfarradores del dinero público, pero ha sido durante las presidencias republicanas cuando el déficit se ha disparado, y fue Bill Clinton quien dejó el tesoro público a rebosar; y el mundo es probablemente ahora todavía más inseguro que cuando comenzó la que Bush llama tantas veces "guerra contra el terror", comparándola siempre con la guerra contra la Alemania nazi, aludiendo a la épica del desembarco en Normandía y la recuperación de Europa para equipararlas con el desastre inmanejable de Irak.
Los republicanos se han ido, y en la ciudad queda, tras la prisa del viernes, la ancha calma del fin de semana que va a prolongarse hasta el lunes, que es aquí el Día del Trabajo. Después de lo que el New York Times ha llamado la tormenta de banderas viene una breve tregua de sosiego que terminará en cuanto arrecie definitivamente la campaña electoral. Entre la gente de inclinaciones demócratas con la que uno suele encontrarse en Nueva York hay un cierto abatimiento, inducido por las encuestas, y quizás también por la eficaz agresividad con que la maquinaria publicitaria del Partido Republicano está machacando un solo flanco de John Kerry, su presunta falta de determinación y de coraje, la volubilidad que le atribuyen con una contumacia que no excluye la calumnia. Y el personal de los hoteles echa cuentas después de casi una semana de idas y venidas y concluye que en materia de propinas el balance de la convención ha sido miserable. Según una encuesta del New York Post entre porteros y camareros de hoteles, los delegados republicanos tenían una resistencia correosa a dar propinas, en una ciudad donde la obligación de repartirlas roza el chantaje. Propinas no dejaban, pero, eso sí, dice un portero, nunca se olvidaban de decir "Dios te bendiga".
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