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Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA

La filosofía al poder

Manuel Vicent

La brisa del Jónico agitaba las páginas de La República de Platón que yo leía a la sombra del sicomoro, mientras el personal del hotel arrastraba una y otra vez un carrito cargado de manteles, cubiertos y vajillas para montar en el fondo del jardín sobre el foso de la latomía los preparativos de una fiesta. "Esta noche vamos a tener una boda y el fin de semana habrá una convención de políticos. Unos policías ya han venido a revisar el nombre de los huéspedes. Han preguntado quién es usted", me dijo la chica de recepción. Por lo demás el hotel Villa Politi seguía deshabitado.

Arístocles de Atenas, conocido como Platón por sus anchos omoplatos, viajó tres veces de Grecia a Siracusa con el propósito de poner en práctica un experimento atrabiliario: quería convertir la filosofía idealista en una fuente de poder. La magnitud de esta locura se puede medir recordando que en Siracusa reinaba Dionisio I el Viejo, un tirano dispuesto a segar cualquier cabeza pensante por menos de nada y que la filosofía del ateniense no tenía más armas que las ideas sintéticas a priori y las sombras de la caverna. Platón llegó a Siracusa sin lanzas ni corazas, sólo con rollos de papiros bajo el brazo y uno de ellos, editado por Gredos, era el que yo ahora leía sentado en el sillón de mimbre con los pies en la barandilla del belvedere que daba al vacío de la latomía de Capuchinos.

Sócrates fue procesado y condenado a muerte. Los mismos que él había salvado lo llevaron a los tribunales
Aunque el templo de Zeus estaba muy cerca, Platón recordaba a sus amigos las enseñanzas de Sócrates
Platón se vio forzado a imaginar un régimen sin los errores de la oligarquía ni de la democracia
Mientras estaba prisionero en esta latomía de Capuchinos, creó Platón el mito de la caverna
Como cualquier dios que haya sobrevivido a nuestra cultura, este Apolo no tenía nariz y lucía el sexo roto
Éste se burlaba del cuerpo heroico de los gimnastas y animaba a los jóvenes hacia la fortaleza del espíritu
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De Siracusa a Olimpia

Platón anduvo sobrado por la vida, no sin motivos. Venía de una familia de reyes por parte de padre, llamado Aristón, descendiente del monarca Codro y su madre, de nombre Perictiona, presumía de que el mítico Solón, el primer legislador de Grecia, era su antepasado. Cármides y Critias, dos de los Treinta Tiranos que protagonizaron el golpe oligárquico en el año 404 antes de Cristo, eran también tíos carnales del filósofo, quienes le invitaron a participar en el gobierno siendo todavía un jovenzuelo. Platón conoció a Sócrates cuando éste tenía 63 años. Desde el primer día fue su maestro y en el círculo del ágora, entre otros discípulos ensabanados, estaba Academos, un atleta que nunca había ganado ninguna hoja de acebuche en los juegos olímpicos. Platón también se hizo amigo de este perdedor nato y con el tiempo lo convirtió en un campeón idealista.

Por vocación y relaciones familiares Platón intentó varias veces entrar en política, pero su ideal dórico, basado en el orden antiguo, siempre chocó con la realidad. Sus parientes en el gobierno, Cármides y Critias, le dieron a probar el primer sapo: habían ordenado a su maestro Sócrates, que según Platón era el hombre más justo de su tiempo, que prendiera a León de Salamina, un demócrata exiliado, para darle muerte. Sócrates se negó. "Yo me había hecho muchas ilusiones que nada tenían de sorprendente a causa de mi juventud", se excusó el filósofo, pero muy pronto presenció algo mucho más ruin. Estos oligarcas fueron desbancados por los demócratas, quienes, al regresar del exilio, primero gobernaron con moderación y votaron una amnistía que puso fin a la guerra civil. Platón volvió a caer en la tentación de mezclarse en asuntos del Estado y bajo este gobierno democrático Sócrates fue procesado y condenado a muerte. Los mismos que él había salvado lo llevaron a los tribunales bajo la grave acusación de impiedad y corrupción de menores, entre ellos del propio Platón y del atleta Academos. En vez de arredrarle, estos avatares forzaron a Platón a imaginar un régimen sin los errores de la oligarquía ni de la democracia. Así comenzó la lucha por implantar su República con un orden justo y sólido. La filosofía al poder, hubiera escrito Platón en las paredes del teatro Odeón de París, en Mayo del 68. Lo dijo a su manera: "Así pues, no acabarán los males para el hombre hasta que llegue al gobierno la raza de los puros y auténticos filósofos o hasta que los jefes de las ciudades, por una especial gracia de la divinidad, se pongan verdaderamente a filosofar".

En el año 399 tuvo lugar la condena y muerte de Sócrates. Platón se refugió primero en Megara; luego se fue a África y después de varios viajes por Italia se dirigió a Siracusa donde reinaba el griego Dionisio I el Viejo, un tirano que tenía en jaque a los cartagineses y se había apoderado de toda Sicilia. En Siracusa un admirador de Platón, de nombre Dión, que era cuñado del tirano, consiguió que éste le llamara para recibir lecciones de filosofía socrática con la promesa de aplicarlas a la política.

Tal vez el filósofo fustigó demasiado los desórdenes y placeres de la corte, de hecho Dionisio no tardó nada en sacudírselo de encima, lo expulsó de la ciudad, lo embarcó en una nave espartana que hizo escala en la isla de Egina, a la sazón en guerra con Atenas, y Platón fue hecho esclavo, luego rescatado por Anniceris, un pitagórico a quien había conocido en Cirene, regresó a Atenas en el 387 y fundó la Academia, la primera escuela universitaria cuyo nombre impuso como homenaje a su amigo, el atleta Academos, que acaba de ser derrotado de nuevo en los juegos olímpicos. Allí permaneció 20 años dedicado al estudio y la enseñanza, pero Platón no sentó la cabeza en política, porque a Dionisio I el Viejo le sucedió su hijo Dionisio II el Joven, al parecer más pastueño para la filosofía y Dión volvió a llamar a Platón, quien se embarcó en su segundo viaje a Siracusa.

Estas cosas leía yo cuando al atardecer la explanada del hotel Villa Politi comenzó a llenarse de coches cuyas puertas dejaban salir a señoras de seda muy sudada. Las risas se alternaban con el tintineo de los collares y las pulseras de oro; bajo los pinos algunas muchachas vestidas de largo por primera vez hacían equilibrios sobre las aguja de sus tacones y se asomaban al vacío de las latomías donde la oscuridad estaba llena de palomas y pájaros ya recogidos. Seguían llegando más coches y de ellos se apeaban caballeros encorbatados, de hombros cuadriculares, todos con gafas negras de espejo a pesar de ser ya de noche. Los hombres se daban muchas palmadas en la espalda y las mujeres acercaban levemente el pico de los labios a las mejillas de otras invitadas a la boda y cuando llegó el Cadillac rosa adornado con camelias, el gentío se fue abriendo hasta que los novios se apearon en medio de la fiesta y en ese momento en la doble escalinata de la entrada del hotel Villa Politi comenzaron a sonar violines y acordeones con una melodía que no era exactamente una tarantella, sino una tonada de mayor profundidad mediterránea y a continuación los camareros danzaron con las bandejas por debajo de las pamelas de las señoras y alrededor de las brillantes solapas de los caballeros. Ninguno de ellos se quitó las gafas negras durante banquete.

En su segundo viaje a Siracusa, Platón encontró la ciudad atiborrada de festines nada platónicos; según sus palabras "la gente se hinchaba de comer dos veces al día, sin que nadie durmiera solo por la noche, con todo lo que conlleva este género de vida". Naturalmente no había hombre bajo el cielo que, siguiendo estas costumbres, pudiera tener una naturaleza equilibrada para aceptar la filosofía. Siracusa no podía mantenerse tranquila bajo unas leyes, cualquiera que fueran éstas, con gentes que dilapidaban sus bienes siempre entre festines, excesos de bebidas y esfuerzos de placeres amorosos.

Probablemente esta soflama moral la repetía Platón en las sobremesas llenas de manjares exquisitos con que le obsequiaba el joven tirano, pero tal era el empacho de filosofía, de consejos y de advertencias que el ateniense, a medias con su amigo Dión, vertía en una y otra de sus orejas que un día se hartó, montó en cólera y creyendo que conspiraban contra él mandó a Dión al exilio y a Platón lo retuvo en Siracusa vigilado, unas veces en su propio palacio y otras prisionero en el fondo de una caverna, la misma o parecida que sirve de base a este hotel donde miles de años después se estaba celebrando una boda siciliana iluminada por antorchas de parafina que producían un resplandor semejante al que permitía llegar a las viandas en los nocturnos banquetes a los griegos antiguos.

Mientras estaba prisionero en este misma latomía de Capuchinos creó Platón el mito de la caverna. Unos hombres cautivos desde su nacimiento se hallaban atados de piernas y cuello en el interior de una gruta y tenían que mirar siempre adelante sin poder volver el rostro. La luz que iluminaba ese antro provenía de un fuego encendido detrás de ellos, distante y elevado. Entre el fuego y los prisioneros se había construido un camino por donde discurrían unos hombres transportando todo tipo de figuras humanas y de animales, de estatuas que hablaban o callaban. Los cautivos no habían visto nunca nada más que las sombras proyectadas en el fondo de la caverna y creían que esas sombras eran reales. Pero la realidad estaba fuera.

Dión eligió Olimpia para su exilio, mientras Dionisio celebraba sobre Platón una convulsa alternancia de admiración y sospecha, que unas veces le llevaba a darle un banquete y otras a atarlo con una correa de perro, hasta que finalmente decidió desterrarlo. Remontando el río Alfeo, que discurría sobre la mar, Platón fue en busca de Dión en el momento en que se estaban celebrando los juegos olímpicos. En una de las gradas de la palestra derramaba lágrimas Academos, ya metido en carnes, bajo el polvo que levantaban los caballos de las cuadrigas, feroces sin bocado ni herraduras. Los atletas corrían, lanzaban el disco y la jabalina y aunque el templo de Zeus estaba muy cerca en el bosque de Altis, Platón recordaba a sus amigos las enseñanzas que impartía Sócrates a los jóvenes burlándose de los dioses y del cuerpo heroico de los gimnastas para animarlos hacia la fortaleza del espíritu, mientras permanecía tumbado a la sombra de cualquier pórtico del ágora haciendo flotar sus huesos dentro de la sábana.

Después de un tiempo, Dionisio el Joven sintió otra vez la nostalgia de la filosofía y volvió a llamar a Platón, y aunque parezca increíble éste acudió a Siracusa rodeado de discípulos donde permaneció seis años y de nuevo el filósofo idealista iba de banquete en banquete hasta que de pronto el tirano se hartó del vuelo de las ideas puras y lo metió en el fondo de la caverna para que pudiera comprobar su teoría, esta vez en la llamada Oreja de Dionisio, una gruta en forma de oído gigantesco que era una mina de donde los griegos habían extraído la piedra para levantar los templos y dioses. El filósofo no fue decapitado con todos los saberes de la mente de puro milagro, ya que le salvó en última instancia un tal Arquitas, que al parecer tenía mano en la corte. Una vez libre Platón regresó a Atenas, pero Dión no cejó en su empeño. Reclutó un ejército formado por platónicos, esta vez cubiertos de bronces hasta más arriba de las cejas, venció a Dionisio, no mediante la filosofía sino con armas más modernas, y después de ejecutarlo instauró su propia dictadura, que sólo duró tres años, puesto que Dión fue asesinado por Calipo, discípulo de Platón y éste desde Atenas no hizo sino soñar el resto de su vida en la isla Ortigia de Siracusa, un sagrado lugar donde pudo arraigar el amor de la diosa Calipso pero no la filosofía idealista. Paseando un día por los jardines de la Academia, del brazo del viejo atleta Academos, que nunca ganó una corona de olivo en los juegos olímpicos, Platón vio pasar por el cielo de la Ática una bandada de ideas sintéticas a priori como aves azules, se fue detrás de ellas y finalmente murió a causa del mal de altura.

Ya de noche, cuando el sol ya se había ido por el mar Tirreno a mi espalda, los jardines del hotel Villa Politi estaban iluminados con antorchas de parafina y yo pensaba que aquella boda siciliana era la realidad que se proyectaba en forma de sombras en la pared interior de la caverna. Los invitados bailaban al son de violines y acordeones y entre los invitados se alternaban ancianos con bastón, niños de pecho que estaban siendo amamantados bajo la música, niños corriendo, niñas con muchos lazos, y hasta mí llegaba un vientecillo cargado de colonia espesa. Eran las grandes viandas y licores la única realidad que había entre el fuego y la oscuridad y la filosofía se derivaba de las carcajadas de los invitados, nada idealistas, puesto que significaban negocios cerrados.

Una vez apagadas las antorchas del jardín, la boda siciliana dejó de proyectarse en el fondo de la latomía de Capuchinos, pero al día siguiente, a media tarde, la explanada comenzó a llenarse de coches oficiales precedidos por tanquetas militares y furgones de policías. Medio centenar de políticos rodeados de secretarios con carpetas y expedientes tomaron el hotel Villa Politi. Durante el fin de semana había retenes de guardias armados, guardespaldas y pistolas en cada esquina. Tenía que abrirme paso bajo las miradas de los sabuesos y todo mi consuelo era pensar que estaba cautivo en el interior de la caverna del hotel y que aquellos seres sólo eran sombras que no existían en la realidad, aunque una de ellas había preguntado por mi nombre en conserjería. ¿Existía yo realmente? Mientras aún sonaba en mi mente la música de la boda siciliana vi pasar a un tipo cargando en el hombro una estatua de Apolo. Era de piedra caliza. Había sido extraída de esta caverna y su vaciado era la única realidad que llenaba todo aquel foso que estaba bajo mis pies. Como cualquier dios que haya sobrevivido a nuestra cultura este Apolo no tenía nariz y lucía el sexo roto.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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