Un testamento de cine
Hace unas semanas, Quentin Tarantino afirmaba en una entrevista a este periódico que "los directores, cuanto más viejos se hacen, más blandas hacen sus películas", y que quiere que "la gente vea que el tipo que ha hecho la película tiene la polla dura". Es poco probable que el autor de Kill Bill conozca al portugués João César Monteiro, pero si hubiese visto Vai e vem, su testamento cinematográfico, lo hubiese puesto como la excepción que confirma su teoría.
Ácida, cargante, pretenciosa, polémica, cínica, profundamente sincera, insoportable en muchos momentos, Vai e vem fue estrenada en el Festival de Cannes de 2003, tres meses después de la muerte del cineasta. Como el Charles Chaplin de Monsieur Verdoux, el anciano autor portugués vuelca sobre un personaje que no es sino él mismo todo lo que aún le quedaba por decir en la vida y en el arte, que sin duda era mucho. Por momentos, el personaje que interpreta está más cerca de un viejo que chochea, de un simple y llano viejo verde, que del sátiro seguidor del marqués de Sade que pretende. Sin embargo, la película tiene también abundantes destellos de inteligencia en sus críticas hacia temas tan dispares como la religión, la política de Bush, la vida americana, el racismo (ya sea explícito o encubierto), la dictadura de Salazar o los estados democráticos que no son lo que aparentan.
VAI E VEM
Director: João César Monteiro. Intérpretes: João César Monteiro, Rita Pereira Marques, Joanina Chicau, Manuela de Freitas. Género: comedia dramática. Portugal-Francia, 2003. Duración: 175 minutos.
Monteiro es al mismo tiempo un cínico ("no le pago mucho a mis sirvientas para que sigan manteniendo la conciencia revolucionaria", afirma su álter ego en Vai e vem) y un ser humano consciente de sus contradicciones ("necesitas el dinero para alimentar tu profunda vanidad", le espeta el personaje de su hijo). Como un Manoel de Oliveira salvaje, el director carga contra todos y contra sí en sucesivas conversaciones rodadas en planos fijos, sin un solo movimiento de cámara. Así, sus cansinas tres horas contienen una buena variedad de momentos-tostón.
Aun así, como contrapartida, también ofrece algunas genialidades. A la cabeza, el magistral momento final, con la pantalla ocupada por uno de sus castigados ojos azules, en primerísimo plano y con la imagen congelada. Una mirada, la última mirada, que mantiene, con una valentía extrema, durante los últimos minutos de su vida cinematográfica.
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