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Tribuna:LA MÁQUINA DEL CUERPO | TOUR 2004 | Decimoséptima etapa
Tribuna
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El cerebro se queda sin sangre

La Plagne 1987. Después de cruzar la meta, Stephen Roche está completamente extenuado y muy mareado, a punto de caer redondo. Tanto que los médicos del Tour le dan oxígeno para que se recupere. Seguramente ha habido casos similares en la historia del ciclismo. Incluso en este mismo Tour.

Los humanos somos unos animales peculiares: si estamos entrenados en ejercicios de resistencia, y qué ciclista no lo está, la capacidad de consumir oxígeno que tienen nuestros músculos supera en mucho a la capacidad de nuestro corazón para bombearles sangre oxigenada. En cambio otros animales, como los caballos pura sangre, tienen un corazón proporcionalmente más grande y más fuerte, y por ello a sus músculos les llega más oxígeno.

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En los ciclistas, el entrenamiento acumulado a lo largo de los años, unos 25.000 kilómetros por temporada, ensancha mucho los vasos más grandes, las arterias, que llevan sangre a los músculos de las piernas. Y también hace que se fabriquen nuevos vasos, los llamados micro-vasos (arteriolas y capilares), que son ramificaciones de las arterias y llevan sangre directamente a cada una de los millones de células que hay en los músculos.

Estas adaptaciones vasculares al entrenamiento tienen su lógica, pues en esfuerzos máximos, por ejemplo en el tramo final del último puerto del día, los músculos deben consumir mucho oxígeno para hacer su trabajo: hasta 5 litros por minuto. Es decir, necesitan que los vasos sanguíneos les lleven sangre oxigenada a toda velocidad.

Lo malo es que llega un momento en que el corazón, por muy grande y entrenado que esté, es incapaz de bombear sangre con más fuerza (o presión) a través de tan extensa red de vasos y micro-vasos. Así, llega un momento en que la presión sanguínea deja de aumentar. Incluso puede bajar.

El primero en sentir que el corazón empieza a fallar es el cerebro, pues para subir hasta allí arriba la sangre tiene que vencer además la fuerza de la gravedad. Por eso no debe extrañarnos que a algunos ciclistas les resulte incómodo que les planten un micrófono delante de las narices nada más llegar a meta después de una dura etapa. Su cerebro no está para muchos análisis. Al menos durante unos minutos.

Más difícil aún lo tiene el corazón de los esquiadores de fondo, que son los fondistas mejor entrenados del planeta, y por tanto con más vasos sanguíneos. Y no sólo en los músculos de las piernas. También en los de los brazos, que trabajan de lo lindo con el nuevo estilo de patinador.

Nada más cruzar la línea de meta, instintivamente, los esquiadores se tiran de cabeza sobre la nieve: al tumbarse, su cerebro está a la misma altura que su corazón y le llega sangre sin problemas.

Alejandro Lucía es catedrático de la Universidad Europea de Madrid.

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